Homilía domingo 26 TO_C

 

Nosotros le hemos puesto nombre al rico de la parábola. Le hemos llamado Epulón. Epulón en realidad no es un nombre. Es la definición de una situación: hombre que come y se regala mucho. En realidad, el rico es alguien que no tiene nombre. No tiene nombre porque es alguien cuya vida solo gira en torno a la satisfacción de sus deseos, porque ha suprimido de raíz toda la dimensión social, comunitaria, de su existencia; ha renunciado a lo que verdaderamente le hace persona, a la fraternidad, al amor, hasta hacerse ciego para poder ignorar la realidad. Lázaro está sentado a su puerta, y el rico es incapaz de verlo, y de ver su sufrimiento. Lázaro sí tiene nombre, (Dios es mi ayuda) es alguien, aunque el rico se empeñe en hacerlo invisible.

Eso sigue pasando hoy en nuestros días. Seguimos invisibilizando a los pobres. Había un consejero de la Comunidad de Madrid que, entre risas y desprecios, decía que no veía pobres por las calles, quizá porque ha perdido esa dimensión en su vida. Hay muchos como el rico, que no solo han perdido la capacidad de ver lo que sucede a su alrededor, sino que han perdido, por eso, la capacidad de amar. La capacidad de verse afectados por el sufrimiento humano; por el que acontece a nuestra puerta, o el que nos llega de lejos.

Han perdido esa capacidad de compasión, porque han normalizado lo que pasa, se han acostumbrado, se han insensibilizado, o simplemente lo justifican diciendo que los pobres lo son porque no se han esforzado, o porque solo quieren vivir del cuento, como cuando se refieren a los migrantes que llegan hasta nosotros buscando la posibilidad de una vida humana digna. Nuestro mundo busca invisibilizar a los pobres, a los migrantes, cuando no llega a culpabilizarlos de su propia situación, para justificar que los invisibilicemos.

Y dice la parábola que sucedió que murió Lázaro, y murió también el rico. Lázaro sigue teniendo nombre, incluso después de la muerte, y la acogida de Dios en la eternidad le hace la justicia que el rico le negó. El rico sigue siendo alguien sin nombre, sin condición humana, que sigue sufriendo el infierno que él mismo ayudó a crear, encontrándose con que la distancia que puso frente a Lázaro es la que se vuelve ahora contra él, incapaz de poder acercarse a Lázaro para recibir la vida que necesita.

Quienes, como el rico, viven ciegos y sordos a la presencia de Dios en el sacramento de las personas empobrecidas, no pueden esperar la vida de Dios. No pueden esperar nada de él porque se han cerrado a la acogida de su amor y de su vida; se han cerrado a vivir en respuesta agradecida a ese amor, en comunión y fraternidad, en compasión y misericordia, en justicia y caridad.

El Reino de Dios que Jesús nos anuncia nos urge al compartir en justicia, humanizando nuestra existencia desde la compasión que hace posible la fraternidad, recuperando la dignidad herida de quienes están al borde del camino, o echados en nuestro portal.

La parábola, además, nos coloca en la clave interpelante de las relaciones con la casa común, y de la solidaridad entre los pueblos. Nos coloca ante las relaciones de explotación que siguen existiendo entre un norte enriquecido y ciego, y un sur empobrecido que clama, junto con la creación. Hacer oídos sordos a ese clamor de los pobres y la creación nos sitúa fuera del proyecto del reino, fuera del plan de Dios, fuera de su amor, porque optamos por rechazarlo. “Lo que a uno de estos mis hermanos más pequeños, descifréis, a mí me lo hicisteis”.

Lázaro hoy sigue teniendo nombre y rostro -el que nuestro mundo le niega queriendo invisibilizarlo-, cuando llega en patera a nuestras costas, o muere en el mar, o intentando saltar la valla, o cuando lo escondemos en los barrios empobrecidos de nuestras ciudades, cuando los expulsamos y descartamos de la vida.

Sigue teniendo nombre el Lázaro de la creación esquilmada por el egoísmo de las grandes corporaciones, por nuestro afán depredador y consumista, por nuestro estilo de vida ansioso de satisfacer deseos y caprichos que convertimos en falsas necesidades.

Sigue teniendo nombre el Lázaro confinado a la precariedad del trabajo y la existencia, a la desesperanza de una vida sin horizonte. Sigue siendo Lázaro quien muere cada día en accidentes de trabajo que podrían evitarse…

El rico tenía a Moisés y a los profetas. Nosotros seguimos teniendo tantas voces proféticas en nuestro mundo que nos advierten de la deriva homicida de nuestro estilo de vida. Podemos atender esas llamadas, podemos decidirnos a la conversión de nuestras prácticas y nuestros estilos de vida, y a empeñar nuestra vida en la construcción de una fraternidad solidaria y humana. Es nuestra opción no hacer oídos sordos al clamor de los empobrecidos.

Lo que no podemos es pretender seguir llamándonos cristianos si olvidamos la justicia, la compasión y la misericordia de Dios en nuestra vida para con los demás.

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