Homilía. 27 domingo TO_C
No vivimos tiempos fáciles, quizá porque son más
desconcertantes de lo que esperábamos. Y el desconcierto ante lo que vivimos
hace que las respuestas que nos dábamos y que valían en determinadas
circunstancias, hoy resulten confusas, sin apuntar a un claro horizonte de
esperanza y humanización. En muchas cuestiones parece que retrocedemos en
derechos, en dignidad, en humanidad. Parece que la injusticia vence. Son
momentos de desencanto, de indiferencia, de cansancio, de escepticismo, de
individualismo… de desvinculación de lo común, de desvalorizar lo comunitario,
de renunciar a las utopías.
Ante esa situación nuestra fe quizá se desvanece, o nos vemos
envueltos en oscuridad, en duda, en inseguridad. Tenemos que aprender, una vez
más, a creer inmersos en ese horizonte de crisis.
Y ese aprendizaje comienza con un grito, casi apagado:
“Señor, auméntanos la fe”.
La fe va creciendo en nosotros lentamente, como todo lo
importante, fruto de una búsqueda paciente y de una acogida generosa de la
Gracia regalada que nos habita y transforma. Un grito que se hace oración,
humilde, sencilla, pobre, necesitada. Si vivimos un sincero deseo de conversión
que nos impulsa en esa búsqueda continua de Dios presente en nuestra vida, y en
la vida de las personas empobrecidas, cada oscuridad y cada duda puede
transformarse en un paso más hacia el Misterio que nos sostiene.
La fe es un don, una Gracia, gratuita, y nuestra capacidad de
vivir la fe también es gracia. Un don que acogemos en la medida en que amamos,
en que nos dejamos amar por Dios y acogemos su amor agradecidamente, para hacer
de nuestra existencia una ofrenda de amor para nuestros hermanos: “Te ofrecemos
todo el día, nuestro trabajo, nuestras luchas, nuestras alegrías y nuestras
penas”. Amamos a Dios amando a quienes Él ama.
Hay una forma radical de fe: confiar en que Dios siempre está
a nuestro lado, que camina con nosotros en medio de las vicisitudes de nuestra
vida, tanto cuando lo sentimos y le reconocemos, como cuando parece oscurecerse
su presencia y nos cuesta sentirla. Se trata de la fe en su presencia
constante, y en su trabajo infatigable por el Reino. Es saber que en la vida no
siempre nos irá bien todo, pero fiarnos siempre de que estará Dios con
nosotros, a nuestro lado.
La fe es una invitación a acoger y abrazar esa presencia, a
dejarnos abrazar por su ternura. La fe es la experiencia de que, a pesar de que
haya momentos en nuestra vida en que no podamos sentir la presencia de Dios,
porque tantas cosas pueden oscurecerla, sabemos que Él está, que no nos
abandona, que camina con nosotros, que se alegra y sufre con nosotros, que ríe
y llora con nosotros. Que nos dirige su Palabra, y que nos invita a entrar en
su silencio.
Y eso nos hace siervos útiles para el Reino, verdaderamente
útiles, porque nos hace capaces de reconocemos inútiles, agraciados,
agradecidos, viviendo la vida divina del Obrero de Nazaret: Danos la gracia de
amarte con todo nuestro corazón, y de servirte con todas nuestras fuerzas, y
concédenos… pensar como Tú, trabajar contigo, y vivir en Ti.
¿Qué necesito para que aumente mi fe? ¿Qué he de pedir? ¿Qué
he de vivir?
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