No nos gusta hablar de conversión. Casi instintivamente pensamos en algo triste, penoso, muy unido a la penitencia, la mortificación y el ascetismo. Un esfuerzo casi imposible para el que no nos sentimos ya con humor ni con fuerzas. Sin embargo, si nos detenemos ante el mensaje de Jesús, escuchamos, antes que nada, una llamada alentadora para cambiar nuestro corazón y aprender a vivir de una manera más humana, porque Dios está cerca y quiere sanar nuestra vida. La conversión de la que habla Jesús no es algo forzado. Es un cambio que va creciendo en nosotros a medida que vamos cayendo en la cuenta de que Dios es alguien que quiere hacer nuestra vida más humana y feliz. Porque convertirse no es, antes que nada, intentar hacerlo todo mejor, sino sabernos encontrar por ese Dios que nos quiere mejores y más humanos. No se trata solo de “hacerse buena persona”, sino de volver a aquel que es bueno con nosotros. Por eso, la conversión no es algo triste, sino el descubrimiento de la verdadera a...
Lo que más recuerdo del bus era un loquito que se subía a veces y le decía a las jovencitas "palomita, palomita" y cuando miraban les daba una torta en la cara y la gente, en vez de deternerlo o reprenderle, se reía. La pobre a la que le tocaba se bajaba del bus en la siguiente parada asustada y abochornada. El chico en cuestión se había vuelto loco después de tomar droga adulterada. Es triste.
ResponderEliminarTambién me acuerdo de los que te querían robar la cartera y los que se te pegaban y los conductores cabreados y amargados y los que te presionaban para que les dejaras el asiento (aunque no pagaran el autobus y se subieran sólo por aburrimiento).
No recuerdo nada de filosofía o bondad o amabilidad. Lo siento.
Pues no sé si será por mi caracter o por qué, pero yo recuerdo el autobús como algo divertido, y me refiero a cuando tuve que ser una diaria usuaria, entre mis trece y quince años.
ResponderEliminarPara ir al colegio no tenía más remedio que cogerlo cuatro veces al día, pero mis amigas y yo nos lo pasábamos pipa, y todo para ver a los niños del colegio de enfrente que coincidían con nosotras en esos viajes urbanos.
También recuerdo a un señor, que iba con su sombrero, muy elegante, y que se bajaba la dentadura postiza con la lengua para hacernos reir. La verdad es que no era muy agradable, pero al cabo de los años me resulta muy simpático.
Por supuesto teníamos localizados a los que se pegaban demasiado y a las señoras que a base de empujones ocupaban un asiento.
Lo que ocurría cada día, fuese algo novedoso o no, nos servía de ilusión, comentario o divertimento durante el trayecto que íbamos caminando hasta nuestra casa.