Cuentos de autobús

La mañana empieza brumosa y amenazando lluvia, pero al final se despejará y hará más bien calor. La primera sensación es que puede llover. Espero que no antes de recoger el paraguas que ayer me dejé olvidado. Primera parada: el quiosco, para tener, en la prensa del día, una lectura tras la que poder resguardarme en ese mundo, otrora tan mío, que por lejano se vuelve desconocido. Hay suerte, no tarda mucho el autobús, y comienza esa experiencia que ya estaba no solo olvidada, sino relegada al cajón de lo que nunca más volvería a hacer. Yo había pasado a la categoría de conductor de vehículo propio.
De momento no hay aglomeración. Las caras a estas horas son más bien rostros serenos, por lo entrecerrado de los ojos, y la expresión de sueño que asoma tras ellos. Es como si se prefiriese la intimidad del propio silencio y las miradas perdidas, al esfuerzo de tomar conciencia del día y de la gente que te rodea. No hay muchas ganas de charla en general, porque se añora todavía el calor de las sábanas y del calor de casa del que hemos sido expulsados abruptamente por tener que ir a trabajar, o a estudiar, o al médico, o a realizar una gestión de la pensión. Hay uno que no me cuadra; a estas horas, quiero decir. No parece que vaya a nada; solo parece que va, que se deja llevar. Pero el ambiente invita: Señor, Jesús, te ofrecemos todo el día...
A media mañana el ambiente es otro: dicharachero: se exponen opiniones, se establecen grupos de debate sobre cuestiones de fondo: la educación de los hijos, a vivir solo se puede enseñar con la propia vida, lo que no se ve en casa y no se valora no puede convertirse en arraigada forma personal de vida... Todo un derroche de filosofía urbana de extrarradio que converge hacia el centro de la ciudad y se diluye por ella para retornar más tarde a las fuentes de la periferia. ¡Y dicen que no hay mundo obrero! Parece que todos pueden opinar de todo y de todos. A esa hora el autobús no sirve para esconderse, porque sin darte cuenta te han colocado en el centro del dialogo con un gesto, o con un ¡que lo diga este hombre! ¿no es verdad? Y tú, claro, qué vas a decir: bueno, pues eso... Señor, Jesús, te ofrecemos...
El regreso de la primera hora de la tarde denota otro cansancio, otro desgaste. Ahora se desea volver a lo propio, hay que alimentarse y descansar, y entablar otras actividades y diálogos. Solo los más jóvenes, que hacen gala de espalda recia cargados con abultadas mochilas llenas -se supone- de conocimientos recién adquiridos, parecen sentirse livianos bajo ese peso, y conversan animadamente. Los demás miramos, de nuevo miradas perdidas, nos miramos solo furtivamente. Como si no deseásemos que nadie se fije en nosotros. Preferimos el anonimato, la independencia del desconocido, antes que tener que abrir portones al encuentro posible. Al final el autobús es un idayvuelta fuera de uno mismo. Terminas siempre donde empiezas: Señor, Jesús... pero no necesariamente igual que saliste.

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