Tarde de verano


La calor ha llegado. En apenas unos días el calor se ha ido y ha dejado paso a la calor. Sin moverse, ya se suda. Las tardes están preñadas de silencio y plomo. No se ve un alma bajo el resol. Solo, cada cierto tiempo medido, se oye pasar a lo lejos el autobús. Ni siquiera el mirlo, que había llegado a un nivel algo molesto de confianza y desparpajo, se aventura fuera de las sombras. Por hoy, mis macetas más pequeñas parece que se salvarán de sus descaradas incursiones, y yo no tendré que recoger la tierra esparcida, ni habré de reconvenirle en voz alta con cierto desespero. Total, a él le da lo mismo. ¡Para el caso que me hace! Eso que me ahorro.
Pero hoy no está la tarde para descarados desplantes ni cortas carreras tras las moscas, ni para sermones acerca de la convivencia hombre-pájaro. Él a esperar mejor ocasión entre las hojas de la palmera, y yo, escondido en la oscuridad del despacho. Solo la luz que emite la pantalla del ordenador, ya es calor bastante. Después de veintiún siglos, esto es lo que hemos logrado ambos: escondernos. Y es que solo tenemos, aquí abajo, esta vida, y los dos estamos dispuestos a prolongarla un poco, conscientes de nuestra pequeñez y nuestra inoperancia frente al sol de media tarde.
Esta tarde nos vamos a dar tregua.
Cada uno sabemos donde se oculta el otro. Eso ya es compañía.

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