Pobrecillos

Los redactores de EL PAÍS que tienen que ocuparse de llenar páginas en verano con lo que sea, creo que lo tienen que pasar más bien mal; no les arriendo la ganancia. Eso de tener que convertir cualquier acontecimiento normal en la vida de las personas en el gran titular amarillo de la jornada tiene que ser realmente duro, y no se lo deseo a nadie como forma habitual de trabajo, porque tiene que llegar a descerebrar al más pintado. Y la prueba está en la edición de ayer de El País.com, que recogía la noticia de que la Madre Teresa de Calcuta había perdido la fe en Dios. Si luego se lee el contenido de la noticia en sí, se descubre que tiene que ver más bien poco con la realidad de los hechos, que la misma noticia recoge e incorpora.
En general los medios, pero de manera especial éste, suelen mostrar un absoluto desconocimiento de la experiencia de fe de los creyentes, reduciéndolo todo a lo positivo, a lo medible como experiencia exclusivamente antropológica sin cabida para la espiritualidad. De hecho, la noticia, carente de novedad para cualquier creyente, que sabe cómo su propia experiencia de fe a lo largo de la vida está trufada de silencios, de incomprensiones, de ausencias de Dios, no le da a esa situación más que el valor del curso normal de la propia vida creyente, que no es poco.
Cualquiera que se tome la molestia de leer -por citar alguno- a San Juan de la Cruz, a Santa Teresa de Jesús, al Cardenal Newman, a San Francisco de Asís, a Edith Stein, a Simone Weil, a Guillermo Rovirosa, o de tener un contacto serio con creyentes de hondura, descubrirá cómo la "crisis de fe" es compañera de vida en muchas ocasiones, sin que ello signifique perder la fe, como con muy mala uva titula el periodista. A lo mejor recurrir a la etimología o simplemente al Diccionario para saber lo que quieren decir las palabras les ayudaría.
En el fondo la pretensión de la noticia salta como una liebre asustada: lo que hacía lo hacía por amor a los hombres, no a Dios; dicen, queriendo poner en labios de Madre Teresa palabras ajenas. Para un creyente esa distinción es absurda, es ontológicamente imposible, pues solo en lo que Dios ha creado encontramos rastros de Dios, y solo amando lo que Dios ama amamos a Dios. Y esto sí que es de la más pura tradición cristiana.
El problema hoy para muchas personas no creyentes es encontrar en esta sociedad nuestra una experiencia de AMOR, no de lo que llaman amor, que permita identificar y reconocer en la vida ese AMOR de DIOS, con todas las dudas, vacilaciones, miedos, noches oscuras y silencios que se quiera. El problema en el fondo es buscar: a Quién buscar, y donde encontrarlo. El problema en el fondo es mirar, para apreciar la presencia de un Dios que sale al encuentro, a veces por caminos muy distintos a los que nos empeñamos en transitar.
En el fondo la pretensión sigue siendo la misma de las noticias religiosas que suelen publicar en este tono. Ni Dios existe, ni hace falta a nadie, porque muerto como está, lo demás son ilusiones que solo hacen daño.
Bueno, pues allá ellos con su propia experiencia, por otra parte respetable. Pero, ojo, la suya. Que ni pueden ni deben absolutizar como la única experiencia posible, depreciando y despreciando la de los otros que, gracias a Dios, tenemos otra bien distinta, la nuestra, la experiencia creyente, tan respetable como la suya.
La primera reacción ante estas noticias es la indignación por la necedad que transpiran, y la mala uva que destilan. Luego, se transforma en una mirada como la que se dirige a un niño enfadado, empeñado en empujar con todas sus fuerzas para romper lo que ha dejado de gustarle. Si él no va a jugar con ello, que nadie lo haga.

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