tardes de verano

Las tardes de verano empiezan a ser peligrosas por las altas temperaturas. Por eso una tarde de domingo lo mejor que se puede hacer cuando se van mis sobrinas -que ni sienten ni padecen el calor- es oscurecer la casa hasta el máximo. Bajar persianas, echar cortinas, poner el aire, despejarse de vestuario y esconderse hasta que las horas sean algo más misericordiosas. Y luego, ya anochecido, la misma rutina inversa: levantar persianas, descorrer cortinas, y esperar que la noche traiga con ella algo de brisa que permita sentir que el calor es menos asfixiante. No siempre sucede así.
Hoy la tarde ha tenido que toparse de bruces con el calor, para atender la misa en una parroquia vecina, y al final la ducha vespertina antes de salir, es la que devuelve a uno el sentimiento de gratitud. En medio del desierto siempre hay un oasis que invita a soñar con que el verano no sea extremo, no dure mucho, y no nos haga repetir los tópicos. Pero a mí, que me aplatano con más de treinta grados, los que sobrepasan esa frontera, me parecen siempre exorbitantes y me incapacitan para un buen cúmulo de tareas cotidianas. No repetiré los tópicos, pero hacer calor, la hace.

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