Las tardes de agosto


Tienen música. Música de chicharras que se abanican compulsivamente pensando en huir así del calor que las adormece y sepulta, como a mí. La diferencia es que yo no tengo élitros que agitar, y no recuerdo dónde puse el abanico (por cierto, lo tengo que buscar). Las vacaciones son finitas, y el fresquito en verano también. El retorno a las plomizas tardes en el despacho de la parroquia vuelve a abrir las posibilidades infinitas bajo este microclima: las horas se alargan, los libros se devoran, las acogidas a quienes se atreven a desafiar el calor de las horas de sobremesa se apaciguan, y los problemas se ven en otra perspectiva más calmosa, pero igual de profunda. Lola vendrá esta tarde porque han llegado los papeles de la oferta de trabajo a José Luis y Maya. Ahora ella, Maya, deberá volver a su país, obtener el visado, y regresar en un mes, para poder residir legalmente donde ahora no encuentra amparo legal. Un malabarismo jurídico que le obliga a hacer un viaje de ida y vuelta y a gastar lo que no tiene, pero que, entre todos, conseguiremos. Al menos así, la cuenta atrás para poder reagrupar a su familia, y traer a su hijo de tres años, habrá comenzado. Las tardes de agosto, a veces, vienen cargadas de esperanzas, aunque sean inciertas.
A las tardes de agosto, con todo, les falta el mirlo, que debe andar en otros lares sin sentir la crisis. Él no necesita visado.

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