Misa de diario

Aunque este perenne calor que nos acompaña y se asienta hasta dentro de unos meses impide apreciar todo lo que vivo en su profundidad, atareado como estoy en secarme el sudor que recorre mi frente, el bigote y el cuello en cascada, cada día tiene algo de regalo, como la misa diaria.
Esa misa vespertina, calurosa, tranquila y despaciosa en que nos conocemos todos los que participamos. Es la Eucaristía fraterna de quienes con el último empuje de calor de la tarde, salimos de nuestros quehaceres, y nos reunimos en torno al pequeño altar de la capilla del batisterio, para recoger el día y ofrecerlo. Cada uno con nuestra vida a cuestas: Conchi, Maria José, Alfonsa, Mela, Pepe, Emilio y Karina, Emilia, Josefa, Elena... Todos con nombre, rostro, vida y fe. Mucha o poca, no es la cantidad lo más importante. Lo importante es que en la escucha compartida de la Palabra, en la mesa común, en la oración de todos, construimos la fraternidad que luego intentaremos vivir en la calle, en el trabajo y en casa, y que entre nosotros se hace real la presencia del Resucitado, que sentimos. Haced esto en memoria mía.
No hay que preparar demasiadas cosas; tan solo una pequeña reflexión que nos invita a interiorizar la Palabra, y la capacidad de escucha de cada uno que el breve ratito de silencio que sustituye a la homilía acrecienta. Nos vamos igual de acalorados porque el ventilador no da para más, pero salimos transfigurados comentando cómo ha ido el día, y los planes de mañana. Que la noche sea tiempo de salvación. Hasta mañana.
El verano tiene sus ventajas.

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