A quien Dios no le da hijos...

...el diablo le da dos mirlos.

Uno de ellos, la madre; el otro el retoño travieso y descarado. Pues hete aquí que acudieron en horas de despacho, posiblemente a solicitar alguno de los servicios parroquiales o, simplemente, a guarecerse del calor, entre los frescos rincones del templo, porque el martes pasado acudieron a eso de las cinco mientras las mujeres limpiaban, y se instalaron de lámpara en lámpara, haciendo su peregrinación interior.

Nada que objetar a la divina alabanza que emitieron a lo largo de dos horas llenando el templo de trinos. Pero, como es templo y no albergue, cuando terminó la misa por la noche y fuimos cerrando, la cosa se complicó, porque no había forma de hacerles entender que debían salir. Al final el pequeño -la inexperiencia se nota- fue arrojado al jardín, mientras la madre observaba desde la lámpara del ambón. Y, pese a los ruegos y razonamientos (aquí quisiera yo ver a San Francisco, que una cosa es el lobo de Gubbio y otra mis mirlos tercos) persistió en la ocupación del sacro espacio, por lo que no hubo más remedio que cerrar las puertas y dejarla dentro.

La desazón acompañó mi sueño, pensando en su suerte y en la del revoltoso retoño que piaba desconsolado desde el jardín.

Al día siguiente cuando fui a entablar nuevas conversaciones, la madre no estaba. No sé por dónde, por qué rendija existente, o fabricada por ella para la ocasión, escapó al patio y agrupó nuevamente la familia. Primera lección: pocas cosas más fuertes que el amor de una madre por su pequeño, lo cual me hace aún más difícil entender que una madre (humana) pueda dejar olvidado a su hijo en el coche, por ejemplo.

Desde entonces me acompañan ambos en los paseos por el jardín, o cuando riego, como haciéndome comprender que somos tres los que habitamos este espacio, y que mejor convivir en paz. A lo que yo les respondo que toda convivencia requiere unas normas, un respeto, unos límites... Creo que me escuchan atentos, pero caso, me hacen más bien poco.

En resumidas cuentas: He pasado de propietario a inquilino. Y, ¡ay de mí si me quejo! Segunda lección: siempre se encuentra el camino para la convivencia, y si uno no es el que manda en las relaciones personales, casi mejor.

Ahora nos damos los buenos días educadamente, todas las mañanas. Yo les pongo agua por las tardes, y ellos me acompañan con acompasados trinos. Creo que el pequeño quiere -igual que mi sobrina Lucía cuando viene- regar las macetas, pues desde entonces, siempre va unos pasos tras de mí cuando estoy regándolas.

Quizá sea casualidad, pero una antífona de esta semana, tomada del salmo 84,4 decía: Hasta el pajarillo ha encontrado una casa,y para sí la golondrina un nido donde poner a sus polluelos:¡Tus altares, oh Yahveh Sebaot,rey mío y Dios mío

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