Nueve modos de orar de Santo Domingo de Guzmán. Cuarto modo


Después de esto, colocado delante del altar o en el capítulo, fijo el rostro frente al crucifijo, santo Domingo lo miraba con suma atención doblando las rodillas una y otra vez y hasta cien veces, y en ocasiones incluso desde que acababan las completas hasta la media noche. Se levantaba y se arrodillaba, como el apóstol Santiago y el leproso del evangelio, que de rodillas gritaba: Señor, si quieres, puedes limpiarme (Mc 1, 40); y como Esteban, postrado de hinojos en tierra y clamando con voz potente: Señor, no les tengas en cuenta este pecado (Hch 7, 59).

Al santo padre Domingo le invadía entonces una inmensa confianza en la misericordia de Dios, tanto para sí mismo como para todos los pecadores, y también en la protección de los frailes novicios, a los que enviaba de un lugar a otro para que predicasen a las almas.

En ocasiones no podía contener su voz, y los frailes le oían decir: A ti, Señor, estoy clamando, no me guardes silencio, porque si Tú no me escuchas seré como los que bajan a la fosa (Sal 28, 1), y otras expresiones semejantes de la divina Escritura. Pero, otras veces, hablaba en su corazón sin que fuera posible en absoluto percibir su voz (1 Sm 1, 13), y así se quedaba inmóvil de rodillas, con el ánimo absorto, durante bastante tiempo.

Algunas veces, su aspecto en este mismo modo parecía penetrar intelectualmente el cielo, y al instante se le veía inundado de gozo y secándose las lágrimas que le fluían. Se encendía en un inmenso deseo, como el sediento que se acerca a la fuente (Sir 26, 15) o el peregrino que está llegando a su patria. Y, recuperado y animado de nuevo, se movía con suma compostura y agilidad, poniéndose de pie y volviendo a arrodillarse.

Se había hecho tanto a arrodillarse, que incluso cuando andaba de viaje, en las posadas después de las fatigas de la jornada y hasta por los mismos caminos, mientras los demás dormían y descansaban, él tornaba a sus genuflexiones, como si se tratase de una afición personal o de un ministerio propio.

Con este ejemplo enseñaba a los frailes, más por lo que hacía que por lo que decía, de esta manera.

He omitido deliberadamente el tercer modo, porque creo que responde a una época histórica y a una espiritualidad concreta carentes hoy de sentido, y poco acordes con el Dios de Jesucristo, con lo que no ayuda hoy en absoluto.

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