mañana de fiesta

La posibilidad de no tener que poner el despertador es ya, de por sí, un regalo. El sueño ha sido reparador, y la mañana amanece soleada aunque fría. Leer la prensa mientras desayuno, ambas cosas sin las prisas habituales, le dan ya al día desde el inicio otro ritmo pausado y descansado. Pasear por la calle sin rumbo, sin prisa, dejándose acariciar por el suave sol del otoño permite percibir lo que la rutina diaria esconde. Todo el mundo lleva un ritmo tranquilo. Hay quien sigue aprovechando esta calma para las compras del desavío. Las pequeñas tiendas del barrio, pese a la festividad, abren casi todas. Hay menos gente en la calle, y casi no pasan coches. Es un día dedicado a lo no habitual, a lo distinto, a lo esencial. A la pausa de la gratuidad que permite encontrar el sentido de los otros días y quehaceres. Los abuelos que suelen hacer de la esquina de mi casa su lugar de encuentro en los bancos, aprovechan el sol de la mañana para sacar las sillas al sol y jugar la partida de dominó en la calle mientras se calientan al sol y charlan de todo.
El regreso permite atender otras tareas domésticas, incluso disfrutar de la música, y preparar papeles que mañana deberán acompañarme en el viaje. Ya solo queda la tarea culinaria, que también en estas fiestas se convierte en un regalo. Mañana volveremos a la faena y al reloj, al ruido y a las prisas. Hoy no. Hoy es fiesta.

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