Iniciarnos en lo sabroso de Dios

Os dejo este texto de Xavíer Quinzá, que es toda una sugerencia, una propuesta para nuestra vida creyente.

Iniciarnos en lo sabroso de Dios es un elemento de la cultura del fervor. Y, por consiguiente, nos abrimos a un aprendizaje del gusto por las cosas de Dios y por los misterios del Reino. El desencantado seguidor de otras épocas, que puso su corazón en los aspectos más exteriores y aparentes de la dedicación al Reino, debe descubrir ahora lo rico de sus tesoros, el caudal de belleza y atracción de sus dimensiones de profundidad y de entrega.

Ante los retos del mal y la injusticia, puede hacer la increíble experiencia de la comunión en la herida, del reconocimiento humilde de que todos estamos implicados en ello, y de que para participar en el gozo de la comunión hay que saber ahondar en el conflicto, y permanecer en la brecha abierta en el corazón del mundo.

Sólo llegamos a saborear la dulzura de la divinidad si despertamos los sentidos interiores y accedemos a un cierto grado de intimidad con Él. El escenario de la intimidad es la confidencia, el intercambio de amor, el coloquio de corazón a corazón. Porque nos cuesta mucho comprender sin resquemor ni tristeza que la comunicación íntima siempre es asimétrica. Y experimentar el gozo de “ser recibido”, sin ningún mérito, es fruto de esta aceptación humilde de lo desconcertante de ese desnivel amoroso.

La iniciativa siempre es del Amante y el responder y acogerla con cuidado es la ocasión de oro del amado o la amada. La acción amorosa recae como una invitación sobre el amor receptivo y le mueve a amar, a reaccionar amorosamente a la iniciativa. Él es el que conduce la relación como quien conduce un coche, nosotros estamos sentados en el asiento a su lado. Amo porque soy amado y amo con el amor con que Él me ama.

Debemos introducirnos en el aprendizaje de la gramática del amor de Dios. Dejarnos fascinar por Dios, afectar por sus invitaciones, mover el corazón, dejarnos seducir por sus palabras, sentir su invitación a entrar en el secreto del corazón. En ese lugar seguro e impenetrable de lo íntimo: ámbito privilegiado de la confidencia y del recreo amoroso. Lugar del silencio y la soledad más profunda y habitada.

Sin embargo no podemos olvidar que también lo cotidiano es el ámbito de lo íntimo. Aprendemos a buscarle y encontrarle no en la clausura sino en la vida, no en la soledad sino en la solicitud, en el cuidado de cada día, en los diversos modos como se halla presente y activo en todas las cosas. Y ello exige un aprendizaje cuidadoso y atento porque sólo podemos reconocerle desde una mirada atenta y escrutadora. A lo que somos invitados es a una ciencia de desciframiento, a una mántica, porque se trata de saber leer el amor en sus señales.

Los signos del amor están dispersos en toda la creación y en toda la historia y precisan de una mirada enamorada para saber apreciar las huellas, orientarse por rastros muy sutiles, que no todos saben captar. Hace falta una mirada de lince y un olfato de sabueso para explorar los signos de humanidad de un Dios encarnado que se nos muestra en la carne y en la debilidad, y desaparece de nuestra vista cuando le escrutamos en los signos del poder y del prestigio.

Hace algunos años me dejé enamorar el corazón por una frase que Éloi Leclerc ponía en labios de Francisco de Asís: “Si supiéramos adorar…nuestras vidas discurrirían tranquilas como los grandes ríos” (estoy citando de memoria). La frase, sobre todo ese condicional que expresaba una secreta experiencia previa, me pareció todo un programa de vida.

Hay una experiencia del amor ferviente que, cuando se ha aprendido con horas de silencio y paciencia, nos aporta un clima de serenidad benigna, en la que se nos convierte el corazón, se nos transfigura de adentro a afuera, se nos refresca la mirada y nos altera, en el buen sentido de la palabra, nuestra vida tan ajetreada.

“¡Si supiéramos adorar…!” Es un reto: realizar el lento aprendizaje de ir ensanchando el interior, de ir despejando un espacio mayor en ese recóndito lugar en donde se entrecruzan tantas voces, en donde se anudan tantos pensamientos y deseos. Hacer espacio interior como práctica espiritual no es nada nuevo.

Todos hemos experimentado la atracción (y también las resistencias) hacia ese centro activo y viviente en el que habitamos sin percibirlo a veces. Pero vincular la adoración a una experiencia oracional de dejarnos trabajar en una actitud de pasividad receptiva, de dejarnos hacer por Dios desde el corazón me parece digno de retenerlo y, sobre todo, de practicarlo.

Adorar es abordar una cierta práctica de la intimidad, es asistir al ensanchamiento de nuestra tienda interior, en la que Él habita. Y, por tanto es intensificar la relación, es abrigar el deseo y alertarlo a la vez, para que nos ilumine una presencia poco reconocida. Es ir sacando a la luz la presencia oculta del Amor, que siempre nos descoloca, nos descentra, dando entrada al otro, a las otras y los otros, en nuestro propio y personal espacio. Y, entonces, el ensanchamiento se produce porque se nos cuelan los demás dentro, sus vidas, sus sufrimientos, sus amores, y les dejamos pesar en el encuentro misterioso con el Señor de la vida.

Este ensanchamiento del corazón que adora se experimenta como un don, en la medida en que no se produzca un repliegue cicatero en nuestros pequeños mundos de deseo, en nuestro cerrado jardín del corazón. Si aprendemos a adorar aprendemos también a no excluir a nadie de ese espacio sagrado en el que nos encontramos, cuerpo y palabra compartida, con aquél que casi sin darnos cuenta se ha hecho el Guardián de nuestra intimidad.

Podemos aspirar hacia un saber de Dios gustado y sabroso. Y si lo descubrimos alimentamos nuestra vida de todos los días y saboreamos una sabiduría nueva. Entonces seremos como ese árbol que al estar plantado cerca del agua fresca de la acequia, crece lozano y frondoso y da frutos en su sazón. Hay un misterio oculto en la vida de cada uno al que podemos acceder desde la profundidad de nuestro corazón. Porque sólo podemos amar realmente lo que tiene misterio, lo que nos invita hacia la hondura de la vida, hacia las raíces profundas de nuestro ser.

En el amor se nos descubre que lo más nuclear de nuestra existencia no lo podemos manipular, que se nos entrega desde la gratuidad o se nos cierra una y otra vez; y entonces nos vamos a perder lo más interesante, aquello que da brillo a nuestra vida, que nos hace vivir con intensidad. Porque sólo al que ama se le pone derecha la columna vertebral.

Hay una gramática del amor en medio de los saberes de la vida cotidiana. Y esta gramática nos enseña una manera de despertar los sentidos interiores, de acceder al misterio de la vida con respeto, desde el misterio mismo que somos. Y a vivir la relación con los demás abriendo espacios de intimidad, de ternura, de compasión. Aprender del amor cómo vivir y cómo cuidar a los que amamos, cómo escuchar y acoger sus gemidos o secundar los cantos de su corazón, cómo nutrirnos de su cercanía y de su confianza a prueba de cualquier adversidad, cómo compadecer los sufrimientos y sanar las heridas de su corazón.

Saborear internamente el amor gustado desde la pobreza más íntima de nuestro ser, con la seguridad de sabernos en manos de un Amor que siempre es exigente y excesivo.

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