Silencios suicidas

Por parte de algunos sectores de nuestra Iglesia se viene haciendo una lectura de la crisis y de la reforma laboral recientemente aprobada, absolutamente espiritualista, ingenua, desconectada de la realidad, tanto que con referirse a las raíces morales –pecaminosas- de la crisis, parece ser que han dicho todo cuanto se tenía que decir, y solo resta ponerse a afrontar las consecuencias, en una clave asistencial. Y se nos llega a pedir que suframos con paciencia las debilidades de este sistema, callando resignadamente ante la injustica.

No podemos negar la urgencia de la solidaridad. Si algo, incuestionablemente, debe hacer la Iglesia y lo viene haciendo desde siempre, es situarse vitalmente al lado de las víctimas, de los “empobrecidos”, palabra de honda raíz cristiana (Ex. 3,7), aunque algunos eclesiásticos, por desconocimiento, supongo, se empeñen en decir que es terminología marxista, cuando Marx no utilizó tal término. La Iglesia se ha situado atendiendo a las necesidades de quienes menos tienen, de quienes más han perdido, siempre, y sin preguntar, sin pedir “certificados de bautismo”; de manera samaritana.

No podemos negar que el raudal de solidaridades que inunda nuestras sociedades, tiene una honda raíz cristiana, incuestionable, pese a quien pese.

Pero no es solo eso lo que se espera de la Iglesia. No es solo eso lo que se necesita de la Iglesia. No es solo eso lo que hace aflorar el Reino de Dios cercano y presente. Junto a eso, es necesario dar pasos de liberación.

Resignarse no es aguantarse con lo que venga. No es soportar calladamente la injusticia esperando al más allá reparador. Re-signarse es volver a confirmar aquello que nos identifica, es señalarse nuevamente en aquello que nos constituye. Es reafirmar vitalmente nuestro compromiso ineludible con la vida real, digna y cotidiana. Es volver a manifestar vitalmente el credo que da sentido a nuestra vida: “…y se hizo hombre”, y desde la “re-signación” unas veces nos tocará aguantar, permanecer, callar, y otras nos tocará alzar la voz en defensa de los pobres y frente a los poderosos.

El Señor oye el clamor de su pueblo en Egipto, sometido a dura esclavitud, y en conflicto (el inevitable conflicto para el creyente) con el Faraón (Ex 3,20), obtiene la liberación del pueblo. La liberación no viene por otros caminos que los que recorre Dios en su encarnación (Ex 3,10) “porque ha visto la opresión y ha oído sus quejas”. Es cierto que emprende la marcha de la liberación para verse obligado a una larga travesía del desierto hasta alcanzar la tierra prometida, que el Señor hace con su pueblo –como columna de fuego o nube de humo- día a día.

Por eso caminar junto a los empobrecidos, para nosotros los creyentes en Jesucristo, es algo incuestionable. Es esencial a nuestra fe. Y la fidelidad bautismal nos lleva a testimoniar la inminencia del reino de Dios mediante una vida en justicia y derecho. No podemos obviar esa exigencia, que comporta la dimensión profética y sanadora de desvelar, señalar, identificar, los demonios de esta economía que rompen al ser humano; no es solo ponerse sin más a su lado, sino cuestionar con aquellos las raíces de este sistema inhumano. Descubrir con ellos cómo ese pecado estructural es inseparable de nuestro pecado –nuestras (y sus) injusticias- personales, y ponernos así en proceso de conversión personal y comunitaria.

Desde la fidelidad a Jesucristo, denunciar los mecanismos de este sistema injusto, que oprimen, deshumanizan al ser humano, que venden al pobre (Am 2,6), es algo que nuestra Iglesia no puede dejar de hacer. Y si lo hacemos, pecamos por omisión. Si lo hacemos, mantenemos un silencio suicida y criminal, por el que se nos pedirá cuentas, porque es abandonar al hermano a su suerte. Nuestra esperanza invita a mirar a la meta escatológica de la Resurrección, pero eso es algo imposible de hacer sin avivar cada esperanza cotidiana e histórica hacia la justicia. Y sobre todo es imposible, cuando ni se ve la opresión, ni se escuchan las quejas, ni se siente como propia.

Hay mucha gente, una gran parte de la comunidad cristiana que seguimos esperando una palabra pública, oficial, comprometida, profética, de la Iglesia sobre lo que sigue pasando, y nada... Hay silencios pecaminosos, hay silencios suicidas, hay silencios cómplices. No basta una escueta y timorata declaración pública para salir del paso anunciando una reflexión posterior que nunca llega, y que la comunidad cristiana espera porque necesita. La palabra de los pastores debiera, a tiempo y a destiempo, hacer sentir que Dios camina con nosotros, enfrentándose al Faraón.

Menos mal que si nosotros callamos hablarán las piedras (Lc 19,40), menos mal que lo están haciendo. Gracias a Dios, la Iglesia tiene muchas voces; la voz de la Iglesia es sinfónica. Muchas son poco o nada estridentes, pero altamente consoladoras y esperanzadas. Gracias a Dios esas voces no callan.

Comentarios

  1. Es hora de que la Iglesia haga piña con los pobres y no con el poder: Si analizamos la historia, por esa deriva se han cometido errores lamentables.

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  2. Una reflexion importante, me gusto mucho, estoy contigo

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