Siempre nos quedará Roma, o Lisboa… o Rabat
Es verdad que
suelen cocer habas en todas partes, pero siempre nos parece que donde más
apestan es en la cocina propia. La lectura de la prensa nos acerca, sin
embargo, aromas ajenos que casi, casi, hacen desaparecer los efluvios patrios.
¡Manda narices como
está el patio! Si miramos a Italia, nuestro consuelo es que ellos tienen a
Berlusconi, que ha logrado alcanzar unas cotas de indecencia difícilmente
igualables, y parece ser que, por fin, la gente se ha dado cuenta y ya no están
dispuestos a seguir invitándole a copas. Está visto que nosotros pudimos elegir
primero (aunque está claro que no nos lucimos). El reciente escándalo
financiero del Monte dei Paschi que sacude a la izquierda italiana, nos permite
aferrarnos al consuelo de tontos, un rato más.
Mirar hacia
poniente nos ofrece otro panorama igualmente desolado. Ellos nos ganan en
pobreza. Y además tienen bigote, en general. Se hundieron más y antes. Siempre
podemos decir que nosotros estamos un escalón por encima en esa carrera hacia
la miseria despersonalizada que trae esta era.
Pero siempre,
siempre, nos quedará Rabat. Ahí podemos mirar sin sonrojo. No somos como ellos.
Somos casi un nivel más alto en la evolución. Somos Europa y ellos África.
Somos demócratas y ellos pre-demócratas. Nosotros solamente tenemos seis
millones de parados, nuestra tasa de paro solo llega a un 26 por ciento. La de
ellos ni se sabe, porque ni se mide. No merece la pena.
Por consuelos no
queda. Podemos hacernos la ilusión de que todos van peor, y seguir mirando al
cielo. ¡Qué bien desfila mi niño!
Las informaciones
globales es lo que tienen: nos permiten escondernos en un marasmo de comparaciones
etéreas que nos impiden llegar a tocar suelo. Pero cuando uno se aleja del
mostrador de las informaciones, y toca pelo, cuando se tiene que embarrar en el
cotidiano contacto con la dureza de la vida de las personas, cara a cara, lo
que llega es otra realidad tan absoluta que no admite que la relativicemos con
comparaciones, porque sigue siendo igual de cruel, aunque solo recoja el
problema de una persona.
Seis millones de
parados, punto más o punto menos, es una tragedia. Es exactamente la misma
tragedia que si hubiese un solo desempleado que queriendo y pudiendo no
obtuviese trabajo. Nos encontraríamos ante la misma indignidad, ante la misma
despersonalización, ante igual problema, y seguramente ante la misma injusticia
como causa. Que en vez de ser uno, sean seis millones añade dramatismo a la
situación, pero sigue siendo igual de indigna, igual de cruel, igual de
deshumanizante.
No nos
equivoquemos. Los problemas no podemos medirlos en cantidades -no cuando afectan a las personas- sino en
cualidad de vida. Solo cuando los datos se nos convierten en rostros, en
personas, en historias, podemos dejar de mirar como consuelo las penalidades de
los vecinos, para empezar a recorrer caminos de solidaria humanidad. Eso y no
otra cosa se espera de los creyentes en Aquel que pasó por la tierra haciendo
el bien.
No siempre quienes decimos creer en Jesucristo somos sus testigos, sino que hacemos de la religiosidad un instrumento a nuestra medida.
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