No se trata de hacer un Estado católico

Habla J.B. Metz de la fácil diferenciación entre la teología política antigua y la nueva. Aquella va de la estoa hasta Carl Schmitt, y es una teología política estatal, cuya clave era (ya en 1963) que la época de la estatalidad estaba tocando a su fin, y sobre ella no se debían desperdiciar más palabras. Por eso le llama –y me llama- la atención que siga habiendo quienes, instalados en centros de “poder” religioso, y añorantes de tiempos otrora ¿mejores?, siguen buscando en la teología política una ideología de la estatalidad que se plasme en un Estado católico.

En ese contexto ideológico habría que situar muchas de las proposiciones que sobre enseñanza religiosa, sobre regulación del matrimonio, sobre moral (sexual, que parece que es la única que existe) se realizan desde ciertos ámbitos eclesiásticos y, sobre todo, los tonos y tintes con que se hacen. Igual que en ese contexto han de situarse muchos silencios respecto de cualquier tema estructural y social, con el falso e interesado argumento de que esos campos están reclamando soluciones técnicas que no nos competen.

En cualquier caso, sea la antigua o la nueva -para la que Metz reclama una tarea profética de reforzar la conciencia de lo “que clama al cielo” para no estabilizar la amnesia cultural imperante– requiere diferenciar entre la secularización del Estado y la dialéctica de la secularización en la sociedad. El Estado debe ser ideológicamente neutral; la sociedad no, y está claro que los ciudadanos no lo somos.

Es importante no olvidar. Los creyentes en Jesucristo deben empeñarse en descubrir los rostros de las víctimas en contra de la amnesia cultural que intenta tornar invisibles a quienes han sufrido en el pasado y silenciar los gritos de quienes sufren en el presente. Nuestro mundo está empeñado en construir su propia “felicidad” sobre el olvido inmisericorde de las víctimas. En la Iglesia no debemos olvidar que la mirada primigenia de Jesús es la mirada compasiva, misericordiosa, mesiánica, que se dirige primero al sufrimiento de los humanos, no a sus pecados, que pone el acento en aquel, no en estos, sin que eso signifique negar el peso del pecado. Pero incluso cuando la mirada de Jesús se dirige al pecado, lo es con dureza cuando se trata del pecado cuyos efectos deshumanizadores se hacen recaer sobre otros, provocando victimización y deshumanización.

Nuestro empeño no debe ser que el Estado sea más “católico”, si es que se puede hablar así, sino descubrir –para construir sobre esa empatía, sobre esa memoria passionis- que no existe dolor en el mundo que nos afecte e interpele a todos, y que solo reconociendo la autoridad de las víctimas inocentes, podremos garantizar el carácter humano de nuestra existencia, y compartir un mínimo universal ético. Y esto pasa por reconocer al Dios del Amor también como Dios de la Justicia. Por eso no podemos nunca ser creyentes, y menos aún en este tiempo, sin vincular esencialmente nuestra experiencia de fe al seguimiento compasivo en la lucha solidaria por la Justicia que viene reclamando el Amor.


Desde ahí hemos de construir el diálogo con los no creyentes, y desde ahí podremos reclamar el respeto y el reconocimiento de la propia Fe, en la medida en que también nosotros podamos encontrarnos con quienes no la comparten. 

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