Malditas las guerras

No me gustan las guerras. Me dan asco ellas y quienes las hacen. Ya lo dijo Julio Anguita: “malditas las guerras y quienes las hacen”. Creo que no existen las guerras justas. Pienso que solo un descerebrado inmisericorde puede querer una guerra, prepararla, y realizarla. Obama y la UE, a los que se les dio el premio nobel de la paz, así en minúscula desde que se lo dieron a ellos, han decidido que el uso de armas químicas en la guerra siria ha sobrepasado todos los límites, y ahora, en plan sheriff han decidido que van a poner orden. O sea, que hasta ahora estaba permitido matarse, pero ya no.


Me resulta vomitiva la guerra, e igualmente la actitud de quienes se tapan ojos y oídos ante la atroz guerra que desde hace mucho tiempo está afectando a Siria. No desde ayer. No desde que se han usado armas químicas, sino desde que empezó a dispararse el primer tiro. O ante tantas guerras silenciadas y silenciosas que desde hace años o décadas siguen creciendo sin una sola acción que las detenga, porque interesa, porque no molestan, porque son en el patio de atrás, y no se ve desde la calle. África y parte de Asia están llenas de esas guerras.

La actitud de USA y UE son por sí mismas declarativas de la catadura moral de los gobiernos e instituciones que nos hemos dado. Claro que hay que parar la guerra; claro que había que haberla parado, e incluso haber evitado que comenzara. Claro que, para eso, había que haber trabajado más por la justicia, por la Justicia. Claro que para eso habría que haber perseguido y prohibido cualquier negocio armamentístico, incluso el que nutre las arcas de nuestro país. Claro que para eso había que haber desmantelado muchos ejércitos, que solo se justifican en sus propias acciones. Claro que, para eso, habría que haber gozado de una autoridad moral suficiente, y de una autoridad mundial necesariamente.

Claro que para eso, habría que haber empezado por atajar las causas de los conflictos: acabar con el hambre en el mundo (CV 27) acabar con el acaparamiento de recursos, especialmente el agua (CV 51) o trabajar por la inclusión relacional de todas las personas y pueblos en una familia humana (CV 54) Benedicto XVI nos recordó cómo las actuales instituciones transnacionales habían llegado al culmen de la inutilidad cuando reclamaba con urgencia la presencia de una verdadera Autoridad política mundial, como fue ya esbozada por mi Predecesor, el Beato Juan XXIII. Esta Autoridad deberá estar regulada por el derecho, atenerse de manera concreta a los principios de subsidiaridad y de solidaridad, estar ordenada a la realización del bien común, comprometerse en la realización de un auténtico desarrollo humano integral inspirado en los valores de la caridad en la verdad. Dicha Autoridad, además, deberá estar reconocida por todos, gozar de poder efectivo para garantizar a cada uno la seguridad, el cumplimiento de la justicia y el respeto de los derechos. Obviamente, debe tener la facultad de hacer respetar sus propias decisiones a las diversas partes, así como las medidas de coordinación adoptadas en los diferentes foros internacionales. En efecto, cuando esto falta, el derecho internacional, no obstante los grandes progresos alcanzados en los diversos campos, correría el riesgo de estar condicionado por los equilibrios de poder entre los más fuertes. El desarrollo integral de los pueblos y la colaboración internacional exigen el establecimiento de un grado superior de ordenamiento internacional de tipo subsidiario para el gobierno de la globalización, que se lleve a cabo finalmente un orden social conforme al orden moral, así como esa relación entre esfera moral y social, entre política y mundo económico y civil, ya previsto en el Estatuto de las Naciones Unidas.

Ni USA ni la UE son esa autoridad por supuesto, y la ONU ha acreditado su incapacidad radical en el actual contexto para serlo. La paz no es fruto de la técnica sino de las relaciones basadas en la verdad de la vida (CV 72)

Juan XXIII recordaba en Pacem in Terris, de la que se cumplen 50 años, que las relaciones internacionales deben regirse por la verdad y la justicia (PT 86,91) y por la solidaridad activa (98) y la libertad (120), y reconociendo la insuficiencia de la autoridad política existente para lograr el bien común universal, reclamaba ya entonces una autoridad política mundial (PT 132-137) capaz de salvaguardar la dignidad de las personas y los pueblos.

Nuestras autoridades políticas e instituciones han fracasado de tal modo en ese camino de consecución del bien común universal, que hoy carecen de cualquier legitimación para actuar arrogándose dicha autoridad; una autoridad que ya nadie les reconoce por lo que nos irroga. Pero es necesario parar esto, parar la locura de la guerra, de la muerte de tantos inocentes.

A lo mejor somos los ciudadanos de a pie quienes podemos pararlo. A lo mejor solo nosotros quienes podemos hacer ver la atroz inhumanidad de lo que pasa. A lo mejor es ésta la primera autoridad mundial que se reclama para empezar a construir la paz, la autoridad de tu vida caminando cada día con tu hermano hacia la paz, al encuentro de quien camina hacia la paz con otros. A lo mejor es nuestra voz la que debe empezar a sonar, alzándose, con autoridad, por encima del estruendo y del horror.

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