Mañana, septiembre.

Aunque agosto ha sido mes de trabajo, en algunos aspectos más que otros meses, sigue teniendo ese sabor de vacaciones, de ritmo bajo, que permite por las tardes dedicarse a actividades distintas de las del resto del año.
Sobre todo la lectura y la música llenan las tardes ardientes. Este ritmo agosteño ayuda a recuperar el sabor de la lectura, a descubrir músicas insospechadas, pero sobre todo a recuperar el valor de lo que se hace sin esperar ningún resultado efectivo. Cuando casi todo el año lo que hacemos, unas veces de forma más consciente que otras, parece buscar un resultado, para tener la sensación de que no perdemos el tiempo y que lo que hacemos debe conducirnos a algo mensurable, este tiempo me enseña la gratuidad de las cosas que se hacen por sí mismas, por lo que ellas valen o aportan, sin esperar resultados más allá del momento: escuchar música, leer un libro, sin normas, ni horarios, ni sujeción a objetivos.

Las tardes de agosto, y alguna mañana, aportan gratuidad a la vida. La gratuidad que luego durante el año necesitaremos encontrar a veces con desespero, para aguantar. Mañana empieza septiembre, pasado empiezan los colegios, y el ritmo será de nuevo distinto. Algo de la gratuidad aprendida en estas tardes debiera ayudarnos a vivir con esa misma gratuidad cada tarde y cada encuentro a partir de mañana.

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