Somos lo que comemos

El artículo que me publica Noticias Obreras de Septiembre.

El verano es una ocasión privilegiada para disponer, si no de más tiempo, sí de otros ritmos más humanos, más despaciosos. Ritmos que permiten redescubrir otros aspectos de la vida, aspectos esenciales, que las prisas y el fragor de las batallas cotidianas relegan al olvido. El verano me permite participar en otras comunidades no habituales, acoger el don de otras vidas distintas. Por eso, para mí, cada septiembre siempre tiene algo de renuncia, de pérdida, de despojo; algo dejo en el camino para retomar el ritmo de lo habitual. Y parece que dejo lo esencial: aquello que es gratuito, aquello que no se compra ni se vende, aquello que me constituye, aquello que en nuestro mundo es “perder el tiempo”.

Perdiendo el tiempo leo una noticia que dice que “ha subido la asistencia a la misa dominical un 6 por ciento”. Gracias a Dios lo importante no es el número; no es cuánto comemos, sino lo que comemos; no cuántos somos, sino lo que somos, como vivimos.

Pienso en una de esas cosas despaciosas del verano: la Eucaristía cotidiana, la que carece de rimbombancia litúrgica, pero se llena de fuerza expresiva en la simplicidad vital de los signos. Durante el verano se hace más pausada, más sentida, más intensa. Todas deberían serlo por igual, pero a veces la convierto también en un “quehacer”, marcada por tiempos y prisas. 

La Eucaristía vespertina de estos días de verano en la parroquia tiene el reducido grupo fiel de asistentes que permite la intimidad, la cercanía. La caída de la tarde, cuando el calor ya no aprieta, en torno a la mesa fraterna, sirve para hacer balance del día, reconocimiento de faltas, acción de gracias por las bendiciones recibidas, por las vidas compartidas, las esperanzas alentadas y el dolor encarnado. Sirve para reemprender la marcha esperanzada. La Eucaristía nos hace descubrir, entre otras cosas, que nuestros cuerpos –nuestras vidas-  son dones, nos son dados y, por esto, aprendemos a darlos a otra persona con reverencia, fidelidad, vulnerabilidad, y sin reservas. Transmitimos el don que de hecho somos. Nos hacemos aquello que comemos.

Pero la Eucaristía nos recuerda también que el cuerpo de Jesús que se nos da enteramente, ha sido antes vendido por 30 piezas de plata. Jesús también es víctima de la violencia del mercado. Se convierte en mercancía entregada con un beso. Esta dinámica mercantilista de la vida de las personas es la que rompe Jesús transformando su entrega en don.

Y en esa experiencia de estos días, siento que si algo necesitamos hoy para poder ser Iglesia en el mundo obrero, sobre todas las cosas, es alimentar frecuentemente la vida en la Eucaristía. Romper la lógica mercantilista de nuestras vidas requiere acoger el único Don que nos transforma en don. Y esto es algo que no hace solo el cura, sino que hacemos entre todos los que participamos en la celebración. Cuando no participamos, cuando no nos alimentamos, impedimos el nacimiento de esa dinámica eucarística en nuestras vidas.

Debemos insuflar aún más en nuestras parroquias, nuestros equipos de militantes, nuestros grupos de vida, nuestra propia vida personal, esta dinámica eucarística. El comienzo del curso puede ser buen momento para incluir esa orientación vital en nuestros proyectos y planes de vida, porque, en el fondo, el Reino comporta sentar a la mesa del Padre a todos sin exclusión y solo si nuestras vidas las vivimos en clave de Eucaristía, de acción de gracias, de don, de ofrenda, de entrega, de fraternidad, sembramos Reino de Dios. La Eucaristía es la transformación de las relaciones comerciales en gratuidad, justo lo contrario de lo que hacen los mercados que transforman los dones en mercancías.

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