Nos gusta revolcarnos en el lodo.

Debe ser algo atávico, enraizado en nuestros genes. Debe ser algo que está tan encarnado en nuestras carnes morenas que no sale con estropajo, por mucho que frotes. Aunque nos sumergiéramos en alcohol, o en ácido, ahí seguiría estando, pegado a los restos. Nos gusta; no cabe otra explicación. Nos satisface en extremo hasta el paroxismo del placer. Porque si no, no se explica que nos sintamos a gusto conviviendo con la mentira, que la busquemos, que la ensalcemos, que estemos dispuestos a morir defendiendo su falsedad, y que construyamos nuestra vida sobre su cimiento. Nos tragamos lo que nos echen, nos lo creemos, no movemos un dedo por verificar la certeza o autenticidad de los hechos, sacralizamos opiniones y boutades del primero que asoma, solo porque nos resultan sonoras.

Siempre he dicho, y sigo creyéndolo, que no todas las opiniones son respetables. Algunas, en absoluto. Serán respetables las personas, y su derecho a opinar -¡ay!- aunque sea para decir sandeces. La sandez, por el contrario, no es merecedora de respeto alguno.

Y si creen que exagero, dense una vuelta por las redes sociales, o por la prensa del sistema, o por la antisistema –que también se las trae en esto de la sinceridad y coherencia-  me da igual, y verán la cantidad de celofán de falsedades con que se nos envuelve cada día la vida y, lo que es peor, la cantidad de gente que está dispuesta a comprarla pagando lo que sea. Y, todavía más, quienes están convencidos de que eso es la verdad y no son capaces de hacer el mínimo esfuerzo por quitarse venda alguna de los ojos.

Es verdad que resulta más cómodo aceptar la mentira como verdad que luchar porque salga ésta, y hacerla relucir. A lo mejor es que simplemente somos vagos. Tontos, pero vagos.

En ese ambiente, qué difícil entender aquello de “Yo soy el Camino, la Verdad, la Vida”…

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