La mundanidad

No hay día que pase sin llevarme las manos, al menos una, a la cabeza. No tanto en gesto de desesperación como de hartazgo por la incomprensible generalización de la ausencia de discernimiento que, a toque de trompeta mediática -incluso alternativa- se ha apoderado de tantos cristianos. Parece que han llegado a la convicción de que ser cristiano consiste en engancharse en cualquier banderín antieclesial que aparezca en los medios. Y digo convicción, no porque suponga que hay una reflexión orante previa que dé consistencia a la postura, sino todo lo contrario. Las convicciones hoy se han vuelto así de relativas e inconsistentes. Y además vienen con obsolescencia programada.

De algunos que conozco, con abono de primera fila en cada red social, o en cada manifestación, -porque hay que dejarse ver- podría decir que dejaron de participar en la Eucaristía en su primera comunión, pese a lo cual se arrogan el status creyente, fabricándose un dios a su medida. Y podría contar como su vida está asegurada a resguardo de cualquier compartir que la humanice y desposea. Cuando van a la 'mani', dejan la vida en casa bajo llave, para que no se la estropeen. Ayer escribía que no hay experiencia cristiana posible sin Eucaristía, y no hay Eucaristía sin Iglesia, y no hay Iglesia si no es en continuo peregrinar a la intemperie, de la institución, y de cada uno de los que la formamos. A estos hermanos se les ha olvidado hace tiempo, desde que dejaron de ponerse a tiro de Dios y se pusieron al propio.

Pero tampoco hay día que pase en que no me lleve las manos a la cabeza, igualmente, al comprobar con qué falta de discernimiento -y, a buen seguro, de oración; de oración, que no es lo mismo que rezos- tanto prelado, enredado en los ropajes, hace tiempo que olvidó (dejó de sentir) que Dios nos quiere entrañablemente a cada uno y cada una de nosotros, y que ese es el núcleo central e indiscutible del Evangelio. Y eso es lo que debería preocuparle vivir, orar, sentir y anunciar con su propia vida, sobre todo para que así, otros puedan vivir.

Ambas situaciones me parecen iguales. Ambos hacen gala de un discurso vacío, un corazón duro, una entraña inhumana y una idea inconsistente, porque no puede sosternerse coherentemente con la fe o con la propia vida. Ambos están esperando agazapado al otro, so capa de pureza, para lanzarse al cuello. Es normal, porque se olvidaron de orar unos por otros. 

Igual que hay eclesiásticos de salón, hay cristianos progres de barricada. Unos no han pìsado la calle desde hace mucho tiempo, y han perdido luz. Otros hace mucho  que, por no confrontarse con la Palabra de Dios, siguen creyendo que el Evangelio lo escriben ellos; lo malo es que no escriben el quinto que es tarea de todos, sino que pretenden reescribir los cuatro a su gusto.

Unos y otros comparten caprichos y comodidades. Y comparten banalidad inmisericorde. Unos lo manifiestan en unos temas y otros en otros. Pero, en definitiva, ambos nos encaminan hacia la misma dirección: la distancia de Dios y de los hermanos y hermanas que sufren; esa que se agranda por sendas de mundanidad, porque es lo que toca; que es lo que siempre le ha pasado a los extremos, que se tocan.


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