Somos la alegría de Dios, si lo somos de los pobres

(Publicado en Noticias Obreras 1587, mi colaboración de septiembre 2016)

La vuelta al ritmo del curso que trae consigo el mes de septiembre, nos vuelve a poner frente a nuestros proyectos personales de vida, frente a los proyectos de equipo, frente al proyecto comunitario de evangelización, frente a lo que –como si se tratase de los deseos de año nuevo- estamos dispuestos a no dejar pasar este curso que retomamos. Septiembre tiene eso de buenos deseos, de empeños vitales, de ardores misioneros. Por eso mismo tiene el riesgo de ser el mes de las apuestas egoístas en nuestras propias fuerzas, de seguir confiando en nuestros medios más que en Dios, y de olvidar que, en realidad, esto del Evangelio no depende de nuestros empeños y quehaceres, sino de ponernos a disposición vital de Dios siempre y en toda circunstancia.

Por eso mismo los evangelios que proclamamos en la Eucaristía de los domingos de este mes, nos llevan por la senda del decrecimiento–palabra que ahora está de moda- y la radicalidad, aunque mejor decir la senda de la pobreza, la misericordia y la justicia, para posibilitar encuentros vitales fundamentales, humanizadores, que nos humanizan.

La base ya la conocemos: seguir a Jesús es algo que exige toda nuestra vida, todas nuestras capacidades y sentimientos; todo nuestro yo. Solo podemos seguirle renunciando a “todos” nuestros bienes (Lc 14, 25-33) y construir nuestra vida desde ese “cero” que es el amor de Dios experimentado por pura misericordia. Cualquier otra base dará al traste con el proyecto. Más claro: agua. Siempre empezamos los proyectos poniendo lo que queremos lograr. A lo mejor tenemos que empezar por poner a lo que hemos de renunciar, para que todo esté al servicio de la misión evangelizadora. 

Eso nos hará fiables. En lo poco y en lo mucho. Nos hará servidores de Dios y no del dinero. De su proyecto de vida y no de nuestros cortos proyectos egoístas. Nos hará trabajar por el bien común y las necesidades de las personas; nos hará capaces de descubrir su rostro en los hermanos y hermanas empobrecidos. (Lc 16, 1-13) Y, sobre todo, nos hará denunciar la injusticia enquistada en las instituciones que siguen sirviendo al dinero, idolatrándolo, en lugar de servir a las personas.

Vivir siendo conscientes de nuestro pecado y estando dispuestos a la conversión  nos lleva al encuentro con Dios. Nuestra renuncia y despojo nos lleva a encontrarnos con el amor y la misericordia de Dios en nuestra vida. Somos la alegría de Dios. (Lc 15, 1-10) Dios se alegra con nosotros y por nosotros. Vivir de esa manera nos hace ser más nosotros que nada en este mundo. Nos hace radicarnos en el origen, en el sentido de nuestra existencia. Hemos sido creados para esto, para que nuestra vida digna y fraterna sea alegría de Dios. Y es que encontrarnos con Dios, de regreso a casa, nos lleva por el camino del encuentro con los hermanos, para servirle en los pobres. Porque Dios se acuerda de los pobres, y los pobres son nuestro juicio (Lc 16, 19-31)

Está bien eso de ser oveja perdida, para poder ser oveja encontrada, y moneda perdida para ser encontrada por Dios; está bien eso de dejarnos buscar y encontrar por Dios, y está bien que sea la actitud que marque el ritmo de este curso. Si Dios nos encuentra, los pobres pueden encontrarnos. Y para que Dios nos encuentre, nada mejor que estar al lado de los pobres; siendo alegría de Dios, para que Dios sea alegría de los pobres.

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