Incultura del bien común

Confieso que mi tentación es escribir de lo que me enerva por estas fechas cada año: el despropósito de la cercana semana santa sevillana, convertida desde hace tiempo en una afición sin Dios, mero reclamo turístico y comercial, asociada a una superficialidad de sentimientos que no pone en juego la existencia. Pero, como tengo que reconocer que eso es cultura, en el sentido que expone González-Carvajal, -es decir, que es algo colectivo y generalizado, que no requiere ningún esfuerzo de asimilación, pues solo basta dejarnos llevar por lo que nos rodea, y ni siquiera necesita la fe-, pues me remito a reflexiones anteriores sobre este triste tema y me dedico a otra cosa, mariposa.

Prefiero, movido por acontecimientos recientes, pararme en otros aspectos que se van haciendo cultura -modo de vida- y me preocupan mucho más por lo que tienen de deshumanizador. Si la cultura, en el fondo, es esa manera de vivir que hoy asumimos de modo colectivo, por ósmosis e inconscientemente, creo que nos va marcando un camino en la actualidad que está resultando preocupante: nos vamos deshumanizando de modo colectivo, por asimilación inconsciente, sin esfuerzo. 

Está resultando que nuestra cultura (modo de vivir) es una cultura que no cultiva prácticamente nada que merezca la pena para la vida personal y social; tan solo deja crecer jaramagos que -como la cizaña- alguien esparce sin que nadie se moleste en darse cuenta de su estorbo, ni se tome el trabajo de arrancarlos. Se dejan crecer hasta que se convierten en lo único que crece.

Cada vez más preocupante me resulta observar cómo se aborda en los medios y en las redes el tratamiento de cualquier tema, con absoluta superficialidad y desde ópticas que solo responden a intereses -personales o colectivos- pero no a lo que es el bien común. Hemos abdicado, parece, de trabajar por el bien común, y hemos convertido la política en un espectáculo cuya trama se desenvuelve en función de los intereses particulares de cada momento, pero no como servicio a la construcción del bien común. No hay, hoy, ninguna formación política que esté libre de esta manera de hacer.

Las claves desde las que se suceden los acontecimientos del Brexit, por ejemplo, manifiestan esto con claridad absoluta. El circo independentista es otro claro ejemplo. Lo que pasa en el PSOE, no digamos. Las iniciativas sexuales o anticlericales de la izquierda, que parece que no tienen otras en que ocupar el tiempo, abundan en esto que digo. O, cambiando de perspectiva, la absoluta "normalidad" -es decir, impasibilidad- con que asumimos que cada día haya en España dos fallecidos, al menos, en accidentes de trabajo.

Pero, en el mismo sitio y a la misma hora en que se hace esta incultura o descultivo del bien común, la gente sigue encontrándose con el sinsentido de una existencia que aboca a la muerte cotidiana, a la deshumanización creciente, que abandona al que no es capaz de seguir ese ritmo "cultural".

Y, entretanto, hemos convertido la compasión y la solidaridad en algo alejado de nuestro modo de vida, porque no tiene por qué cuestionarla. Podemos manifestarnos, gritar hasta la saciedad, pulsar cuantas teclas de ordenador queramos, indignarnos, pero tenemos la ventaja de que hacer eso, en el fondo, nos permite seguir siendo como somos y volver a lo nuestro sin más. Hemos descubierto la "solidaridad impasible". ¡Todo un invento! La incultura del bien común.

Necesitamos con urgencia recuperar la senda del bien común como cultura, como manera de vivir, como elemento de nuestra humanidad, como camino de humanización. Eso que, en cristiano, llamamos comunión, y que nos hace sentirnos a todos parte de los otros, y a todos parte un todo común, de esta casa común. Para esto debiera servir la acción política: para servir a las personas, sirviendo al bien común, que es el de toda la persona, el de todas las personas, sin excepción. O hacemos esto, en nuestra vida personal y social, o no tenemos futuro, porque no tenemos presente.






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