Orar en el mundo obrero. 21 domingo T.O.

El Orar en el mundo obrero de esta semana nos dice que hay preguntas que nos hacemos en muchos momentos de la vida de manera insistente y repetitiva. Las preguntas pueden ser las mismas, pero las circunstancias vitales en que nos las formulamos, no. Hay preguntas de esas que atañen a la totalidad de nuestra vida, a las opciones fundamentales. ¿Tiene sentido querer vivir en mi vida el Evangelio? ¿Por qué? ¿Por qué he de fiarme de que la propuesta del Evangelio me ha de dar la vida? ¿Por qué creer que si sigo ese camino, plenamente, en totalidad, sin condiciones, me encontraré con la vida más plena y humana que es posible vivir? ¿Por qué ha de someter mi voluntad a la voluntad de Dios? ¿Por qué fiarme de su Amor? ¿Por qué creer en el Dios de Jesucristo?


Nosotros nos hacemos preguntas. Unas veces las podemos responder, y otras quedan esperando respuesta. Jesús también hace preguntas. Se las hace a los discípulos y nos las vuelve a formular a cada uno de nosotros, hoy: ¿También vosotros queréis marcharos?

Preguntas a las que, tarde o temprano, hemos de responder, no de una vez para siempre –que también- sino recurrentemente a lo largo de nuestra vida, poniendo a Cristo al nivel de otras tantas opciones y cosas, o decidiéndome a dejarme atrapar personalmente por su Amor desmedido de tal modo que todo en mi vida se funde en él. Rovirosa lo decía así: Por la muerte mística bautismal y por el negarse a sí mismo (que son las condiciones primeras y principales que Cristo impone a los que quieran seguirle en su carro triunfal, que siempre pasa por el calvario), resulta que el cristiano ya no es nada más que cristiano. Quiero decir que no es algo que se añade a la propia vida, sino que la absorbe toda. La frase que se nos ha transmitido y que compendia todo esto es: Mi vivir es Cristo… Sólo quedarán inmunes al desánimo y a la desilusión aquéllos que tomen a Cristo como punto de partida y como punto de llegada de su vivir, considerándolo todo en Cristo y para Cristo.

Pero no basta que se haya hecho una vez este trato entre el bautizado y Cristo para que esta situación permanezca invariable, sino que hay que renovarla constantemente. En cada momento puedo afirmar mi negatividad (en vez de negarla) y... ya soy yo quien vive y no es Cristo quien vive en mí.

Cuantas veces nos movemos en el mar de las excusas externas: es que la Iglesia…, es que la jerarquía…, es que mi equipo…, es que la HOAC… como si encontrarnos con Jesús, escucharle, decidirnos a seguirle, a dejarnos encontrar y amar por Él fuese algo que dependiese de los demás, o de nuestros éxitos, o de la falta de obstáculos, del viento a favor -¡pobres!-… y no de nuestra simple y libre decisión de dejarnos atrapar y vencer por su Amor experimentado en el encuentro vital con Él.

Cuántas veces prestamos oídos irresponsables a tanto gurú del momento, a tanto profeta de sí mismo, a tanta estrella mediática de la política, a tanto… y cuantas veces volvemos sedientos de vida, hambrientos de ser, insatisfechos y decepcionados de todo y con todo. No es la carne la que da la vida, sino el Espíritu.

Quizá no encontremos respuesta inmediata a las preguntas que nos formulamos, pero ante la que nos formula Jesús, podemos sentir que nos cuadra la respuesta de Pedro: Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna. La Palabra de Jesús era una palabra creíble, llena de vida, de verdad, de transparencia del amor. Palabra que brota de su amor al Padre y a cada ser humano.

El problema no es adónde ir, sino “a quién”. Pedro ha preferido permanecer al lado de Jesús, porque en él –solo en él- ha encontrado palabras de vida eterna. Porque se ha sentido amado desmedida y gratuitamente a pesar de sus traiciones.

Nuestra vida es un camino de libertad y de responsabilidad. Y nosotros, ¿a quién iremos?

Orar nos ayudará a dar la respuesta.

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