Siempre un lápiz


Para leer yo necesito siempre un lápiz. Tanto si lo que leo son papeles de trabajo, o libros de teología -o de lo que sea-, como si son novelas -incluso de aventuras- o ensayos, o poesía. Cualquier lectura requiere el lápiz. Antes lo requería incluso la lectura del periódico, que ahora se ha hecho -a mi pesar- más digital.

No sé leer sin lápiz. Para mí leer es dialogar: escuchar las palabras que impregnan de tinta las páginas, al tiempo que huelo ese olor especial que tienen las páginas de un libro, y responderles con notas al margen, con comentarios, correcciones, subrayados... El libro me habla, y yo le contesto. Siempre.

Me da igual que sea un portaminas con las minas de 0,5 o un lápiz de toda la vida, al que hay que sacarle punta de vez en cuando, para mantenerla afilada. El lápiz es mi instrumento de lectura, casi tanto como la mirada y el entendimiento y la imaginación. Es la manera de relacionarme con lo que leo, la forma de anudarme a aquello que descubro, que me emociona o me desespera.

En el fondo es una manera de cerrar el círculo. El origen de cada letra y cada palabra que leo fue un lápiz, o una pluma, o un bolígrafo... al menos cuando escribir era algo más que teclear. Echo de menos las cartas manuscritas de otros tiempos. Ese género íntimo y cercano que conectaba sentimientos. Ningún correo electrónico las iguala.

Pues eso, dejo el teclado, y sigo con el lápiz sobre las páginas del libro -de los libros, mejor, porque suelen ser dos o tres a la vez- que voy leyendo.

Poder leer es un regalo. Un grandísimo regalo.

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