De fe y difuntos

Las dos fiestas consecutivas que celebra la Iglesia -ayer todos los santos y hoy los fieles difuntos- son dos conmemoraciones que no puede celebrar todo el mundo, ni siquiera todos los que se dicen cristianos.
No puede celebrarla quien no espera en la resurrección de Cristo, quien no pone su absoluta confianza en el amor de Dios que nos encamina a la victoria sobre la muerte más allá de esta historia. No puede celebrarla quien se encierra en los límites de esta historia humana sin más horizonte de vida.
Y, por eso mismo, no pueden celebrarla quienes no ponen, por amor, su vida al servicio de la justicia de Dios -que es mucho más que nuestra justicia social- que es oferta de vida humana, digna y plena para todos; que es la voluntad de que se haga su Reino.
No puede celebrar estas fiestas quien no se siente compasiva y misericordiosamente vinculado al común proyecto humano de Dios para todos, quien no vive la alegría de la esperanza.

Pero, todos los demás, que, a pesar de nuestras contradicciones, infidelidades, mediocridades y debilidades, vamos levantándonos cada vez que caemos; quienes vamos recomenzando, cada vez que nos equivocamos, y vamos esperando de nuevo tras cada fracaso. Quienes a pesar de todos los engaños y decepciones seguimos confiando en las personas, y ofreciéndoles una nueva oportunidad, porque alguien sigue confiando en nosotros y nos ofrece cada día mil oportunidades de comienzo y humanidad; quienes no desesperamos de las posibilidades de conversión al amor que Dios pone en cada ser humano, ni dejamos que el mal y la injusticia tengan la última palabra, pese a que ello nos cueste la vida -solo la vida humana y cotidiana, que la definitiva está lograda- porque esperamos la Vida, con mayúscula... estos sí, pueden -podemos- celebrar la alegría de la comunión y la esperanza.

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