CRÓNICA DE CATACUMBA (16)

A los buenos y fríos días.

Las temperaturas se desploman como si fueran acciones de bolsa. Esta mañana he salido a hacer la compra a primera hora, y la verdad que el frío que hace anuncia ese invierno que sigue escondido entre las rendijas de las calles. Dicen que posiblemente mañana nieve. Sería un regalo. En otras latitudes ya lo hace. Esta mañana desde Urkiola me enviaban fotos de esa nevada primaveral que ya cubre de blanco las montañas y los valles.
Estos días me hago más consciente -ya lo era, por mi autocuidado necesario, pero crece esa conciencia- de las horas de trabajo que necesita un hogar: la compra, la limpieza, la cocina, el mantenimiento... Todo eso requiere un tiempo, un saber, y un cariño, que no está pagado. Un trabajo de cuidados tan necesario como el aire, vital, imprescindible.
Quizá esta etapa claustral nos haga crecer a todos en esa conciencia y valorar debidamente esos trabajos.

Cuando regreso a casa y coloco cada cosa en su sitio, mis vecinos ya han amanecido. En el pasillo, en las puertas de los dos pisos en que hay niños pequeños, se apilan los zapatos de toda la familia -buscando, intuyo, protección complementaria- como si fuese noche de reyes. 
Solo falta una copita de anís para los magos y algo de leche para los camellos, y estaríamos de nuevo en una noche mágica, envueltos en las esperanzas que, ansiosamente, esperan alcanzar su plenitud. Dicen que mientras hay vida hay esperanza. Yo creo que estamos aprendiendo que es justo al revés: mientras hay esperanza, y Esperanza con mayúscula, hay vida.

Quizá lo que más necesitamos hoy es esto: recuperar la esperanza. Necesitamos avivar la esperanza mucho más que algunas propuestas pseudopolíticas de falso servicio al bien común que siguen saliendo de la boca de algunos responsables políticos estos días. Hay quien sigue envolviéndose en banderas -aunque sea a media asta- para parecer que... me da la impresión de que seguirá habiendo quien no aprenda nada de estos días.

El encuentro de los curas de la parroquia ayer trajo trabajo: tenemos que preparar la semana santa, la celebración del Triduo, para que puedan vivirlo y orarlo todas las personas de la comunidad parroquial desde casa, en familia. Así que cada día tiene su afán, y además, la ocupación correspondiente. 

Me dice la agenda que hoy tengo que renovar el DNI, que tengo cita. Esa que se ha anulado por el confinamiento, y que ha mutado en prórroga de un año para el carné, esperando mejores tiempos. De todos modos está bien el simbolismo. Renovaré mi identidad, aunque sea sin carné ni cita; seguiré en cuaresma, dejándome renovar y convertir.

Hoy cumple las bodas de oro sacerdotales un amigo muy querido, como un padre. Ya ha habido ocasión de felicitarle, escuchar su voz y agradecer estos cincuenta años de fidelidad a Cristo, a la Iglesia, a la HOAC, y a los empobrecidos. Es un regalo poder encontrar en tu vida quienes viven con fidelidad su vocación -sea la que sea- haciendo de ella un servicio y una entrega por amor. Cuánto se aprende de personas así. De muchos de nuestros mayores. Cómo saben darle sabor a la vida; a la suya, y a la de quienes hemos tenido la suerte de cruzar la nuestra con la suya.

Quizá eso es otra cosa que tendremos que recuperar después de esto: la propia vocación, la posibilidad de vivir en respuesta a la vocación, a aquello para lo que somos llamados en nuestra vida, a la humana vocación de vivir entregándonos por amor a los demás para construir comunión.

En el comentario del evangelio de hoy (Jn 8, 1-11) se cita a san Agustín describiendo la escena que narra el texto: quedaron solos los dos: la miserable y la misericordia (misera et misericordia) Así, en esa experiencia puedo pasar el día: mi miseria (mi debilidad, mi fragilidad, también mi pecado de orgullo, de autosuficiencia, de...) frente a la misericordia entrañable del Dios todocariñoso, que me desarma.




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