CRÓNICA DE CATACUMBA (32)

Buenos días.
Ayer las lentejas no se me pegaron. Buena señal, hay futuro.

¡Ojalá fuera así de sencillo ver venir un futuro esperanzado! Pero yo soy de natural cauto con los saltos de alegría. Sobre todo porque fiándome completamente de Dios, no me acabo de fiar de la obra de sus manos; es decir, del personal que habitamos este mundo, máxime cuando veo cómo nos empeñamos una y otra vez en buscar la misma piedra para tropezar con ella.

Los datos que empiezan a aparecer en las noticias respecto al futuro inmediato en cuanto al trabajo son ciertamente desalentadores, mientras las bolsas van recuperandose que da gusto. De entrada, la primera línea de las víctimas serán, como siempre, los pobres, quienes tienen empleos precarios, quienes están trabajando en condiciones precarias, quienes viven de la economía y el trabajo informal, quienes dependen de los servicios sociales para el día a día... detrás de muchos discursos altisonantes de estos días solo hay humo, humo negro, pestilente, insano.

Cuando se pongan en marcha algunas de las medidas anunciadas, habremos cercenado más esperanzas de las que se pueden suscitar. Cuando queramos darnos cuenta de que necesitamos cambiar maneras de hacer las cosas para que las instituciones estén de verdad al servicio de las personas, habrá personas que, desgraciadamente, no necesitarán esos servicios. Seguimos nadando en un mar de burocracia, tecnocracia, discursos vacíos y, no sé si es peor, pensando que la solución de todo es el dinero.

Sigue habiendo personas en Madrid que duermen en la calle, para quienes las administraciones no han arbitrado la respuesta necesaria y suficiente, y si llamas a los servicios sociales, lo que te dicen es que no tienen más recursos, que están agotados. Fin de la cita. Ya está, desentendiendose de aquellos que no han llegado. Sigue habiendo situaciones como la que me llegaba antes de ayer desde Sevilla, del Polígono Sur: una familia sin ningún tipo de ingreso, con la madre diabética, sin posibilidad de comer, más que lo que solidariamente comparten los vecinos, y que llevan una semana exacta -siete días uno tras otro, a todas horas, turnándose con una vecina- llamando a los servicios sociales, sin que siquiera les cojan el teléfono, pese a la publicidad que se hacen los responsables.

El futuro de muchas familias como esta, de quienes habitan muchos de nuestros barrios ignorados, sigue sin ser prioridad de nuestros gobernantes. ¡Qué digo prioridad; ni siquiera está en la agenda! Forman parte del decorado.

Su posibilidad de vida se encuentra hoy en lo que nos plantea la primera lectura de la misa, en ese episodio de Hechos 3, 1-10: no tengo plata ni oro, te doy lo que tengo; en nombre de Jesús Nazareno, echa a andar. Eso que Josito llama el sacramento de la impotencia compartida: estar con ellos, compartir su vida, compartir la nuestra, levantarlos para sostenerlos, y abrirles posibilidades de vida. Hacernos cargo de sus situación, cargar con ellos, y encargarnos de esa realidad, como proponía el recordado Ellacuría. Algo que está haciendo la Iglesia de manera callada, y que seguirá haciendo, como hizo en la anterior crisis, cuando los poderes políticos y económicos decidieron rescatar antes bancos que personas.

La única manera de que tengamos futuro es comenzar por aquí, por los últimos. Y la única manera de asegurarlo será que nos duela cada persona.

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