CRÓNICA DE CATACUMBA (43)

Supongo que hoy, de camino a la parroquia, encontraré algún niño liberado y juguetón. Aunque como el día ha amanecido frío y nublado, quizá esperen a mañana.
Frío y nublado debió ser también el día en que los discípulos de Emaús (Lucas 24, 13-35) emprendieron el camino de regreso a sus desesperanzas habituales tras comprobar que sus expectativas habían fracasado.Pero en toda la escena hay un antes y un después.

Dos discípulos que han perdido la fe y la esperanza, superados por los acontecimientos vividos: el fracaso de sus expectativas, la inutilidad de sus respuestas aprendidas, de los criterios previos a todo… superados por el escándalo de la Cruz. Y han perdido con ello la capacidad de abrirse a lo vivido, de reconocer la presencia del resucitado, de acogerlo y orientar su vida en la dirección del proyecto del reino; han perdido –quizá nunca la tuvieron- la capacidad de escuchar y discernir la voz de Dios en los acontecimientos.

Este tiempo de confinamiento trae muchas expectativas consigo para el momento posterior. También trae esperanzas. Es importante no confundirlas. Las expectativas tienen más que ver con la mejora de la situación, con lo que deseamos. Nuestra esperanza tiene más que ver con el sentido que somos capaces de encontrar a lo que vivimos, con lo que del Reino de Dios germina en medio de estos acontecimientos. Mucha necesidad de esperanza nos llega en los gritos de los pobres. Quizá hemos de gritar nuestra necesidad de esperanza, y poner oído a otros gritos

Sigue siendo esta la dificultad de muchos cristianos también hoy. Seguimos creyendo que Dios debe decir lo que esperamos que diga; que Dios está al servicio de nuestra manera de entender la vida, de nuestros proyectos personales o comunitarios propios. Seguimos siendo incapaces de comprender. 

Pero cuando los de Emaús se ponen a la escucha de Jesús, que les explica el proyecto de Dios, cuando se dejan interpelar, sienten arder el corazón. Y se dan en ellos señales de Vida: Quédate con nosotros. Y, entonces, al partir el pan, lo reconocieron. Han acogido a Jesús, sin saberlo, porque han acogido al ser humano, porque han sentado a su mesa a quien camina con ellos; porque en el encuentro fraterno, en el pan partido y compartido, en la misma mesa, han descubierto la nueva presencia de Jesús en medio de ellos. En la comunidad reunida en el amor, en la escucha y acogida de la Palabra, en la memoria eucarística de la última cena, en la entrega y donación, en el pan compartido, en la acogida del peregrino… ahí está Jesús resucitado. Ahí encuentra la comunidad la presencia del resucitado. 

El camino de Jerusalén a Emaús (nuestro antes) es un camino de abandono, de desesperanza; es el camino de la desilusión, de los que esperan solo hasta cierto punto, solo en sus proyectos, solo en sus ideas y en su manera de ver las cosas, de los que no han aprendido o no quieren entregarse del todo. Es el camino de nuestras huidas de la responsabilidad, de nuestra cerrazón al plan de Dios, de nuestro deseo de seguir controlándolo todo, de nuestra incapacidad de integrar el fracaso, de nuestro no acabar de aceptar la Cruz. Pero, de alguna manera es el camino de la vida que todos tenemos que recorrer. Un camino que, en el encuentro con el resucitado, se deshace para recorrerlo de vuelta. 

Es el camino, el de regreso a Jerusalén (nuestro ahora y nuestro después), de desandar lo andado, de volver a la realidad de cada día, esperanzados no en nuestras ilusiones, sino en el proyecto amoroso de Dios. Es el camino del testigo, de quien sabe reconocer lo visto y oído. 

Nuestra Pascua se hará Pascua de Resurrección, en verdad, si sabemos abrirnos a la presencia del resucitado en la Cruz, y en tantas cruces de hoy: en la de quienes han visto reducido su salario o su trabajo con los ERTES, en quienes lo han perdido, porque las empresas han querido aprovechar la coyuntura, en quienes siguen jugándosela por defender una sanidad de todos, en quienes se la juegan por salvar vidas cada día; en quienes han visto agravada la precariedad de su existencia, en quienes han quedado aún más descartados de lo que ya estaban. Nuestra pascua será Pascua si estamos dispuestos a vivir entregando nuestra vida para que otros puedan vivir y puedan hacerlo con dignidad, a pesar de las consecuencias. 

Nuestra pascua será pascua de Resurrección si en esos hermanos y hermanas sin trabajo, con su dignidad herida, con vidas precarias, excluidos de nuestro mundo, descubrimos al resucitado, y estamos dispuestos a dejarnos acompañar por él, como testigos del Reino. 

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