CRÓNICA DE CATACUMBA (45)

Hoy, 28 de abril es el Día Internacional de la Salud y la Seguridad en el Trabajo o, lo que es lo mismo, el día en que las organizaciones sindicales, asociaciones de víctimas de accidentes de trabajo y organizaciones intergubernamentales, reclaman el derecho a la vida que supone poder trabajar en condiciones de salud y seguridad que hagan que el trabajo sea realmente para la vida. 

Hoy es el día en que los militantes obreros cristianos, además de unirnos a esa reivindicación, oramos por las víctimas de la siniestralidad laboral, por tantas víctimas evitables del trabajo deshumanizado. Oramos y nos unimos a los familiares de los fallecidos en la esperanza de la resurrección y la vida plena, mientras cada día luchamos por una vida digna, para que el trabajo sea realmente campo de honor.

Hoy oramos por los difuntos (cerca de 700 el año pasado solo en nuestro país) y los enfermos, por quienes han perdido la capacidad y posibilidad de seguir trabajando como consecuencia de las enfermedades profesionales y los accidentes laborales.

En estos días en que hay tanto discurso sobre las "víctimas" y en que tanta utilización partidista se está haciendo del dolor y el luto en relación con los fallecidos de la COVID 19, qué significativo es compartir el dolor desde la cercanía vital, y qué distinto a hacerlo desde el discurso interesado y patriotero. Las víctimas, cuando las utilizamos como arma arrojadiza dejan de tener dignidad, se la robamos. Se convierten en moneda de cambio para las propias batallas. Y las expropiamos de su condición de víctimas.

Acoger el dolor de las víctimas de cualquier dolor y sufrimiento, de cualquier situación, de cualquier inhumanidad supone muchas veces caminar silenciosamente a su lado. Sin más. Haciendo cercanía y abrazo las preguntas sin respuesta que se comparten. Y reconociendo con humildad que el protagonismo en esa situación nunca es nuestro, sino de quien sufre en carne propia.

Hoy comparto con vosotros la experiencia en primera persona que cuenta María, madre de Raúl, un joven encofrador andaluz que estaba trabajando en la construcción de una presa y que se precipitó desde 50 metros de altura, perdiendo la vida al instante. Atrás dejó mujer y un hijo autista, además de unos padres y una familia que le adoraban.

Ese día, un sábado 29 de diciembre como amargamente recuerda María, su madre, Raúl acudió a trabajar como cualquier otro día. Sabía que realizaba un trabajo muy peligroso, por lo que había decidido ocultárselo a su propia familia para que no se preocuparan. Era consciente de ello. Pero su única protección era la de un arnés que le había regalado su padre, porque en la empresa no le habían facilitado los sistemas de protección personal mínimos, ni siquiera una línea de vida, como denuncia su madre. Tras el suceso, la empresa quiso culpabilizar al propio trabajador del accidente por no haber tomado las debidas precauciones, acusándolo incluso de que no tenía que haber estado allí un sábado. «Como si hubiera sido decisión de mi hijo haber ido ese día al trabajo para perder la vida», lamenta María.

Y os invito a orar con ella por Raúl y tantas víctimas, con este salmo 30, de la liturgia de hoy:

Sal 30,3cd-4.6ab.7b.8a.17.21ab:

Sé la roca de mi refugio,
un baluarte donde me salve,
tú que eres mi roca y mi baluarte;
por tu nombre dirígeme y guíame.

A tus manos encomiendo mi espíritu:
tú, el Dios leal, me librarás;
yo confío en el Señor.
Tu misericordia sea mi gozo y mi alegría.

Haz brillar tu rostro sobre tu siervo,
sálvame por tu misericordia.
En el asilo de tu presencia los escondes
de las conjuras humanas

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