CRÓNICA DE CATACUMBA (52)

Hoy amanezco temprano. Siento el frescor de la mañana que ayer se desvaneció pronto. Hay mucho trabajo por hacer hoy, así que está bien eso de tener alguna hora de más para no ir con prisas. Y, sobre todo, para salir, en cuanto acabe de escribir, a dar un paseo.

Resuena en estos días esa continua llamada al discernimiento, a la lectura creyente, a la escucha de la Palabra, a reconocer e interpretar signos de estos tiempos... De una manera u otra, va siendo recurrente la insistencia de la Palabra en ello.

Hoy, por ejemplo, con la primera lectura de la misa (Hch 11, 19-26). Tras el martirio de Esteban la comunidad cristiana se asusta y se desperdiga perseguida, sin rumbo ni horizonte. El hecho, humanamente, no deja de ser catastrófico. Algo que está naciendo, que está en sus inicios, que está sostenido de manera débil por la experiencia de los testigos del resucitado, se ve acosado de modo radical y obliga a buscar refugio en lugares no pensados, entre gentes cuya cultura se desconoce, lejos de la propia tierra y cultura. Todas las condiciones de la tormenta perfecta para hacer sospechar que aquella aventura de los seguidores de Jesús estaba condenada al fracaso, a desaparecer, a ser absorbida por el entorno, de manera que no pudiese prosperar más allá de la incipiente experiencia de Jerusalén.

Y, sin embargo, vivida desde la Palabra y el Espíritu del Resucitado, la experiencia resulta ser completamente distinta; se convierte en ocasión de vida, de anuncio, de testimonio, de comunión, de extensión. 
Una vez más se confirma cómo los caminos de Dios son muy distintos a los nuestros, y cómo la lectura de la realidad que hacemos desde nuestras meras claves humanas tiene poco que ver muchas veces con el proyecto del Reino.

Vivimos una catástrofe, la miremos por donde la miremos: la pérdida de vidas humanas sin más paliativos ya es un hecho catastrófico que, además, nos deja humanamente abatidos, porque en muchos casos se nos ha privado del consuelo del encuentro con los seres queridos para poder llorar. Vivimos la catástrofe de la enfermedad, en algunos casos grave. Vivimos la condición de fragilidad y precariedad vital que todo esto pone de golpe ante nosotros.
Hemos tenido que renunciar a un modo conocido de vivir la fe, con los templos cerrados, las comunidades dispersadas, aisladas -pese a tanta tecnología- imposibilitadas de la comunión humana en carne y hueso...

Vivimos la inseguridad, el miedo, la incertidumbre ante el futuro, y vivimos las consecuencias inmediatas de todo esto: la recesión económica, el desempleo, la pobreza que ha repuntado de golpe, la miserable vida de tantas personas a quienes esta sociedad ignoraba... Y, nuestro horizonte no alcanza, como mucho, a más allá de quince días. Todo lo que sobrepasa eso son, de momento, sueños.

La conclusión de esta mirada solo puede ser una: apaga y vámonos. Hasta aquí hemos llegado.

Y, sin embargo, descubrimos que se ha realizado en nosotros, a poco que miremos con fe y hagamos creyente nuestra lectura de la realidad, esa misma misma experiencia de los primeros cristianos en Antioquía: sigue habiendo Iglesia, sigue habiendo misión, sigue habiendo vida y sigue habiendo esperanza. De otra manera, en otras condiciones, teniendo que buscar lenguajes nuevos, y maneras nuevas. Que todo ello se traduzca en nuestra manera de servir a nuestras hermanas y hermanos. porque sigue siendo posible, y necesario.







Comentarios

  1. Y en medio de esta situación de caos, unos dicen que galgos y otros que podencos, nadie tiene solución mágica para sacarnos de esta situación de pandemia, pero todos critican las medidas adoptadas sin dar otra solución clara con la que salir indemnes. ¡Qué lejos estamos de la comunión!
    Un abrazo (virtual)

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