CRÓNICA DE CATACUMBA (58)

Recuerda Pepa Torres en el comentario que hace al evangelio de hoy (Jn 14, 21-26) que toda la realidad es epifánica, es decir, que manifiesta la presencia del Resucitado y es el ámbito de la acción liberadora del Espíritu. Para poder reconocer y experimentar esta epifanía necesitamos vivir, hacer vida, el mandamiento del amor. Vivir desde esta clave es lo que nos hace mirar la realidad, como recuerda J.B. Metz, no desde una videncia ciega, sino desde la mística de ojos abiertos que nos enseña el cristianismo. Es imprescindible la mirada a los otros cuando se habla del Dios de nuestra esperanza.

Nuestra fe -como el amor- es relación: con Dios, con los otros, con la creación, y conmigo mismo en la medida en que me muestro y existo, en relación. Nuestra vocación más humana -y más divina- es la vocación a la comunión; al amor que se hace relación y cuidado concreto, en lo cotidiano.

Guardar los mandamientos no es aprenderse doctrinas, ni realizar mecánicamente ritos y liturgias. Es unir la fe a la vida y vivir la fe cada día. Por eso nuestra vida creyente es una vida eucarística, y por eso la Eucaristía no puede celebrarse ni entenderse si no es en íntima conexión con la vida: memoria actualizada. Guardar los mandamientos es transformar nuestra existencia en un sacramento de la habitación de Dios.

Según el mensaje de Jesús, es el encuentro con los rostros ajenos -sigue diciendo Metz- lo que "interrumpe" (yo creo que la traducción debería apuntar más a irrumpir, que a interrumpir) en nosotros la idea pura del amor a Dios como amor al prójimo. Porque Dios solo puede ser mi Dios si también le puedo rezar como al Dios de los demás, de todos los demás, tal y como los encuentro a diario en este universo del destino; es decir, también como al Dios de los que huyen, se hunden, pasan hambre, se queman...

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