Veintisiete. Amén, aleluya.

Veintisiete años de sacerdocio. Y uno más de diaconado. No hace hoy, ni por asomo, el mismo calor tórrido que hizo esa tarde de hace veintisiete años, y yo estoy físicamente algo más achacoso que entonces, pero sostenido por la Gracia, mi balance sigue siendo inmensamente agradecido.Hace algún año lo resumía con esa fórmula de Pedro Arrupe: "por lo vivido, amén. por lo porvenir, aleluya". Sigue siendo esa mi oración.

Un amén desde el reconocimiento de mis debilidades, de mis incapacidades, de mis resistencias, aún por convertir, y desde la experiencia creciente de que merece la pena -y la alegría- fiarse del Señor. Un amén desde la vivencia del progresivo despojamiento -aunque queda mucho por abandonar aún- que supone caminar cada día confiado en la misericordia entrañable. Un amén agradecido por tantas personas como el Señor ha puesto en mi vida a lo largo de estos años y lo que cada una me ha aportado.
Somos hijos del Dios de los encuentros, y nos vamos haciendo en ellos. Unos porque suponen un soplo de brisa fresca, otros porque arrasan, como vendaval. De unos procuramos huir, y eso configura nuestro camino, y en otros, como en la brisa, intentamos envolvernos y en ellos encontramos la calidez humana de la existencia.
No siempre es fácil discernir, en lo concreto, el camino.

La primera lectura (1 Reyes 19, 9a. 11-16) de la Eucaristía de hoy -que celebraré esta tarde en acción de gracias- es, quiero pensar, la expresión de estos años: Elías en el monte de Dios, en el lugar del encuentro con él, como para mí es lugar de encuentro con Dios la vida cotidiana. La voz del Señor que le manda salir de su refugio y aguardar al Señor, porque va a pasar. Muchas veces el tiempo es la espera del paso del Señor. Esperar el paso del Señor, descubrirlo, en los lugares vitales por los que pasa; esperar ese paso y descubrirlo en la Iglesia, presente en el mundo obrero, en la vida de las personas, en los acontecimientos vitales y cotidianos, en las esperanzas y las luchas, en los conflictos y desalientos, y en la entrega generosa que fructifica.
Esperar el paso cotidiano del Señor, para sentir su continua presencia en el susurro casi imperceptible, al que hay que prestar atención; en lo pequeño, en lo sencillo, en lo pobre, en aquello que corre el riesgo de nos ser valorado o pasar desapercibido.

Como a Elías, a mí se me pregunta hoy de nuevo qué me trae hasta aquí, y como Elías yo quisiera que mi respuesta fuese una vez más: "Mi pasión por el Señor". Ha de ser esa respuesta, no encuentro otra válida para explicar mi trayectoria, aunque seguirá necesitando purificarse cada día desde la propia coherencia vital a la que llama el evangelio de hoy (Mt 5, 27-32). También hoy, el Señor me volverá a pedir desandar caminos, como a Elías, para llevarme más entrañablemente encarnado a la vida de mis hermanas y hermanos, y seguir buscando su rostro (Salmo 26) en los suyos. Que mi respuesta siga siendo la respuesta dócil y confiada de quien vive cada mañana la experiencia de que por su entrañable misericordia nos visita el sol que nace de lo alto.

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