Reflexión de fin de año

Muchas reflexiones se agolpan en este final de un año que desearíamos olvidar, porque pesa mucho más lo malo que hemos vivido que los momentos buenos, que también los ha habido. Nunca terminamos el año igual que lo comenzamos, y este no iba a ser excepción. 

Ha sido un año para olvidar por muchas razones

La primera y principal, sin duda, la pandemia que nos ha trastocado la existencia hasta límites insospechados. La carga de enfermedad, de muerte, de inseguridad, la experiencia honda de la vulnerabilidad y el desamparo que hemos vivido, la caída sin remedio de tantos planes y proyectos, nos ha sacudido en nuestras certezas y seguridades de tal modo, que no podemos ser los mismos que comenzamos el año, aunque quisiéramos. 

Hemos perdido amigos, familiares, todos queridos, y en unas condiciones de inhumanidad y soledad, muchas veces, que no imaginábamos. Hemos vivido experiencias tan esenciales, que nos afectan de tal modo, que quisiéramos olvidarlas, en la ilusión de que, quizá, así, es como si no hubieran ocurrido. Pero la realidad es que no podemos tomar ese camino. Lo vivido es vivido, y se queda en nosotros. Forma parte de lo que somos. Depende de cómo lo incorporemos, de que nos quedemos atascados en el lamento, o sepamos hacer de eso tierra donde sembrar otras semillas, el que nos atrape sin horizonte, o nos impulse a la vida con renovada esperanza y energía. Esa es nuestra opción. está en nuestras manos decidir cómo incorporar a nuestra existencia lo vivido, y que sirva para que surja algo distinto.

No todo ha sido malo

Pero no podemos negar las realidades por las que hemos pasado. La enfermedad y la muerte han sido las más visibles; el confinamiento que nos imponía un aislamiento poco humano, en soledad, también ha sido palpable. La separación y la distancia de seres queridos, el truncarse proyectos y planes, a la vez que íbamos descubriendo otras nuevas posibilidades de hacer las cosas y anclarnos en la existencia cotidiana. Hemos aprendido a hacer muchas cosas de otra manera, hemos relativizado muchas de la que teníamos por absolutas, centrando las verdaderamente absolutas de nuestra vida. Hemos descubierto el valor insustituible de tantas cosas que no tienen precio. Hemos aprendido a valorar lo pequeño, lo humano, lo sencillo... Quizá, incluso, hemos redescubierto la ternura de Dios en nuestra vida. Hemos aprendido tecnologías extrañas hasta entonces, y descubierto otras posibilidades resilientes de hacerlo casi todo. 

Hemos sentido el silencio en nuestras ciudades como nunca, y hemos sentido en él, el grito de la naturaleza esquilmada que nos reclama otros estilos de vida que renuncien a la explotación sin sentido de nuestro mundo y de los más pobres.

Hemos comprobado cómo la precariedad y la pobreza de tantos se agudizaba, y cómo muchas de las instituciones se quedaban incapazmente distantes de las necesidades humanas, para comprobar cómo emergía la solidaridad humana y gratuita. Hemos seguido escuchando gritos crispados en la política y, en medio del ruido ensordecedor, hemos podio atisbar cómo se va colando otra manera de hacer política cuyo centro de interés son las personas y el bien común, aunque sea, de momento, algo tímido.

Quizá hemos descendido en lo personal hasta simas tan oscuras que, desde ahí, solo hemos podido comenzar a resurgir.

Redescubrir a Dios

Hemos tenido que renunciar al folclore religioso, al negocio de dios y lo sagrado, a esos ritos de masas que acallaban preguntas, para sumirnos en lo hondo de la experiencia de Dios. Hemos podido ser tocados por el don y la gratuidad de esa relación con Dios y, quizá, emprender el camino que despoje, definitivamente, a nuestra fe, a su celebración, a la liturgia, de tanta parafernalia inútil que no hace sino ocultar el verdadero rostro misericordioso del Dios de Jesús, mientras nos mantiene cálidamente a salvo del evangelio y sus implicaciones.

Hemos podido atisbar en las iglesias vacías hacia donde orientar el verdadero sentido del ministerio sacerdotal, el sentido de la sinodalidad del sacerdocio bautismal. Hemos descubierto nuevos lenguajes para hablar con Dios, y para hablar de Dios. Nos hemos podido reconocer de nuevo en la vulnerabilidad con que Dios mismo quiso envolverse en su encarnación.

En otra Iglesia posible

Y hemos activado como nunca el verdadero corazón eclesial del servicio a los pobres, de la vivencia de la fraternidad y la comunión, del acompañamiento en la fe, del discernimiento comunitario y personal, de la espiritualidad que se aferra a la experiencia amorosa de Dios en nuestra vida, y que nos pone en gratuidad al servicio de la vida posible de tantos hermanos y hermanas.

Nuestras prácticas pastorales -muchas de ellas de mera conservación sacramentalista- han quedado frenadas en seco, y eso nos ha obligado a buscar necesariamente otros caminos de formación, de catecumenado, de pastoral, de oración y encuentro... No apaguemos la luz que ello supone, y sigamos escuchando lo que dice "el Espíritu a las Iglesias" en estas circunstancias. Esos caminos que no son "nuestros caminos", posiblemente sean los caminos de Dios. Esos planes que poco tienen que ver con los nuestros, quizá sean los planes de Dios (Isaías 55, 8).

Quizá tengamos que ajustar aún las nuevas experiencias, para no instaurar un clericalismo mediático, pero hay un camino que podemos recorrer.

Dar gracias para acoger la bendición del nuevo año

Si nuestra mirada al año que termina no se deja atrapar por el lamento estéril, descubriremos razones para la esperanza, motivos para la alegría y la acción de gracias en todo lo vivido. Agradecer, con todo, lo vivido, nos vuelve esperanzados, y capaces de acoger la bendición del nuevo año. Hace posible que veamos horizonte, luz, camino y esperanza. Nos pone en pie, a la vez que nos asienta en la certeza del amor en nuestra vida. Nos invita a acoger la bendición de experimentar que Dios -en su misericordia- sigue caminando con nosotros.

Por eso comenzamos cada año nuevo de la mano de María, que en su fiarse de Dios aprendió a descubrir las maravillas que Dios iba realizando en la vida de los pobres. Por eso comenzamos el año nuevo invocando la bendición de Dios: El Señor te bendiga y te guarde. El Señor te muestre su rostro radiante y tenga piedad de ti. El Señor te muestre su rostro y te conceda la paz. (Números 6, 24-26)

Pues que esa bendición, se pronuncie, hoy, sobre la vida de todos y cada uno de nosotros.  Que sintamos la bendición de Dios cada día, y que su amor nos guarda. Que el Señor nos muestre su rostro, y podamos reconocerlo en el de tantas hermanas y hermanos a quienes servir, con quienes caminar. Que podamos vivir el año que comienza en esa Paz. ¡Feliz año nuevo!


Comentarios

Entradas populares de este blog

No tengo fuerzas para rendirme

Feliz año nuevo, en pijama