REFLEXIONES SOBRE LA VIDA
Al hilo de la reciente aprobación de la Ley de Eutanasia en el Congreso, siento la necesidad de elaborar estas reflexiones, pensamientos en voz alta, para ordenar un poco mis ideas y mi discurso, así como mi acercamiento a estas realidades. No sé si lo conseguiré.
En los temas que tienen
que ver con lo más esencial y vulnerable de nuestra existencia quisiéramos
tener siempre todas las respuestas y las certezas más absolutas, y eso no es
así, por mucho que lo pretendamos. La vida, la enfermedad, el dolor, el
sufrimiento, el amor, la muerte… nos colocan vitalmente ante muchos
interrogantes que no podemos dar por zanjados con respuestas de manual de
moral. Situaciones que tampoco podemos dejar al albur de la casuística.
Necesitamos algún principio de carácter global, más universal, para acercarnos
a esas realidades, sobre todo cuando nos tocan personalmente, o en la persona
de alguien querido y cercano. Necesitamos saber cómo abordar esas situaciones
vitales sin que nos destrocen, y sin que destrocen a la otra persona.
Y necesitamos, los
creyentes, poder hacerlo en conjunción con lo esencial de nuestra fe; los cristianos,
en conjunción con nuestra fe en el Dios de Jesucristo, de quien proclamamos que
es el Dios de la misericordia y el amor, el Dios de la Vida.
Lo que sigue no es un
tratado teológico, sino reflexiones de índole personal
Algunas
cuestiones previas.
1. La
sagrada dignidad de la vida humana, don de Dios.
2.
La Iglesia tiene (tenemos) que
asumir el contexto histórico en el que nos encontramos
4.
Creemos en el Dios de la Vida.
1.
La sagrada dignidad de la vida
humana, don de Dios.
Yo creo que la vida es
un regalo, un don gratuito de Dios, fruto -casi siempre- del amor humano y
-siempre- del amor de Dios, un regalo mediado en nuestra humanidad: unos
padres, una familia, un entorno social y comunitario que nos acoge, que nos
acompaña en nuestra maduración vital y nos ayuda a descubrir el verdadero
sentido de la existencia: vivir por y para el amor. Somos por el amor de Dios y
somos para el amor a Dios que expresamos en nuestra fraterna projimidad con los
demás a lo largo de nuestra vida. Tender esos vínculos humanos, para poder
experimentar la alegría y la felicidad de nuestra vocación a la comunión, es nuestra
tarea vital.
Y sigue siendo un don
gratuito incluso si esos entornos no son los más favorables para acogerla en
condiciones de humanidad, de amor, de comunión.
Porque creo que la vida
es don gratuito de Dios, y que somos imagen suya, me parece que toda vida
humana es sagrada y que esa sacralidad se expresa en la absoluta dignidad de
toda la vida humana, desde su concepción hasta la muerte y, necesariamente, a
lo largo de la vida en toda situación y circunstancia en que esa dignidad se
vea conculcada. No puedo comulgar con quienes se dicen “provida” para
desentenderse de la vida humana durante todo el tiempo que va del nacimiento a
la muerte.
Ser realmente “provida”
no es estar tan solo en contra del aborto o la eutanasia; es estar a favor de
la vida siempre y, por eso mismo, estar frontalmente en contra de todo aquello
que la mutila, imposibilita, degrada, impide, de tantas maneras… también del
aborto y la eutanasia, también de la violencia y de la injusticia.
Porque creo que la vida
es un regalo de Dios, no puedo compartir la aprobación del aborto o la
eutanasia considerándolos derechos humanos. Creo que no lo son, en el sentido
jurídico en que podemos hablar de derechos.
Creo que son acciones
de emergencia ante determinadas situaciones vitales que hay que considerar caso
a caso. Pero no me valen como principio vital. Creo que son la expresión de un
cierto fracaso como humanidad para acompañar y acoger a las personas en
situaciones de vulnerabilidad; la aceptación descorazonada de que no hemos sabido
-o no hemos querido- acompañar como sociedad, de otro modo esas situaciones. En
el planteamiento que se hace hoy de la eutanasia, la muerte aparece como la
mejor alternativa frente a la vida, y yo no puedo entender eso más que como un
cierto fracaso, sobre todo, social.
Pero que no esté de
acuerdo con la consideración social mayoritaria -al menos en lo que nos llega-
de estas cuestiones, no implica que, de modo automático, se produzca una
condena de las personas que recurren a ellas. No estar de acuerdo con el aborto
o la eutanasia no supone la condena de quien se ve en la tesitura de abortar, o
ante la decisión de recurrir a la eutanasia. En ambos casos lo que la
legislación hace es despenalizar -es decir: que no sea delito- su práctica, y
ofrecer medios terapéuticos y procedimientos en determinadas circunstancias que
posibiliten llevarlos a cabo con el menor riesgo sanitario.
Porque creo en el amor
del Dios de Jesucristo y porque entiendo la vida como un don, me parece que no
tengo derecho a disponer de ella a mi antojo. La vida se me da para cuidarla,
acrecentarla, compartirla, ponerla al servicio de los demás, hasta que me
llegue la hora de entregarla, ya cumplida, en manos de Dios.
Porque creo en el Dios
de la vida, estoy convencido de que Dios no quiere el sufrimiento humano en
modo alguno. Ni lo quiere, ni lo necesita. Y hemos de dedicar nuestras
capacidades y conocimientos a evitarlo, a no producirlo, a paliarlo, a
impedirlo en la medida de nuestras posibilidades. Pero en Jesucristo aprendemos
que, incluso en las situaciones de mayor oscuridad vital es posible seguir
confiando y experimentando la ternura compasiva del amor de Dios en nuestra
vida. En Jesucristo aprendemos que la vulnerabilidad de nuestra existencia
también es don de Dios, y cauce de vida humana.
2.
La Iglesia tiene (tenemos) que
asumir el contexto histórico en el que nos encontramos
No desde ahora, sino
desde hace mucho tiempo, me parece que la Iglesia, especialmente en España,
tiene un serio problema de discurso. Un problema de ubicación social. No somos conscientes
de que la época de cristiandad ha terminado (gracias a Dios) y de que no vale
como contexto de nuestro discurso. No puede ser la mentalidad de cristiandad el
marco de nuestra propuesta porque se ha revelado antievangélico en muchas
dimensiones: no propicia el encuentro con el Dios de la Vida ni ayuda a asumir
el evangelio como proyecto vital, ni a construir nuestra existencia desde la
projimidad del amor. El de cristiandad es un contexto más de imperio humano que
de reino de Dios.
Y, sin embargo, nuestro
discurso sigue haciéndose muchas veces desde esa clave, como si nuestra
sociedad no solo fuese mayoritariamente creyente de boquilla sino practicante
en su totalidad. Y esto no es verdad, no es real. Seguimos moviéndonos en el
binomio pecado-castigo, ley-pena, transgresión-condena… a la hora de proponer
el mensaje del evangelio, y lo hacemos en muchas ocasiones desconectado del
sentido que le da la antropología cristiana de modo más global. Proponemos
prohibiciones aisladas, y no propuestas que adquieren sentido en el marco de un
proyecto de vida desde el encuentro con Jesucristo que hemos de ir construyendo
en fragilidad toda nuestra vida. Es difícil entender el sentido de prácticas y
opciones fuera de ese marco. Lo es para la sociedad e incluso para los
creyentes, porque carecen de sentido si son propuestas aisladas, desconectadas
de esa antropología.
Y seguimos conjugando
lo inconjugable; queremos hacer mezclas imposibles: el evangelio y el odio, la
condena y el amor…
Tenemos que despertar
del sueño -o la pesadilla- de la cristiandad, y reconocer el contexto en el que
estamos. Una sociedad con muchas cosas mejorables, pero en la que no todo es
malo y, sobre todo, considerar que es la única realidad existente en la que
sembrar el evangelio para que Dios haga crecer y fructificar la semilla. No hay
otra realidad; es en esta en la que hemos de encarnar el evangelio. Es en esta
en la que hemos de ofrecer, no pretender imponer, el evangelio como propuesta
de vida personal y social, como elemento configurador de las relaciones
personales, sociales y políticas. Pero eso no se hace venciendo “en gloriosas
cruzadas” sino convenciendo, atrayendo, mostrando el testimonio de lo que somos
y de por qué vivimos como vivimos, pro-vocando con nuestra existencia el deseo
de encuentro con Jesucristo.
Me parece, pues, que no
puede tildarse de coartada democrática una norma emanada del Congreso, que
recibe un respaldo de una mayoría cualificada. Nos podrá gustar más o menos,
pero no puede negarse su carácter democrático formal. Nos podría gustar más que
se hiciera tal o cual norma en un contexto de encuentro y diálogo que acogiera
sensibilidades diversas, incluso dispares, para alcanzar un mayor consenso,
pero no puede negarse que, formalmente, no cabe tacha de antidemocrática.
Tendremos que ir posibilitando que la política se haga desde consensos y
puentes tendidos antes que desde la simple aritmética parlamentaria, pero no
podemos negar que, formalmente, el respaldo democrático lo tiene.
3.
La Iglesia tiene que asumir
que su propuesta es siempre oferta, nunca imposición o condena.
Tenemos que entender
que la propuesta del evangelio es primeramente vinculante para quienes nos
declaramos cristianos, que no podemos estar poniendo una vela a Dios y otra al
diablo. Si queremos ser cristianos, hay elementos que nos vinculan, que no son
opcionales. Elementos que hemos de hacer nuestros, que hemos de vivir y
convertir en actitudes y prácticas cotidianas, de nuestra existencia. Y que
desde el testimonio de que vivimos así, y por qué vivimos así, podemos ofrecer
propuesta de sentido para la vida de los demás. Pero solo podemos ofrecer, solo
proponer, y nunca imponer. Podremos orar, pedir a Dios, trabajar para que las
instituciones estén al servicio de la vida, al servicio de las personas, más
proclives al cuidado que al negocio, más dispuestas a acompañar y servir a la vulnerabilidad,
que a sr instrumentos de poder. Podremos trabajar para que sea así, mediante
nuestro compromiso con la sociedad de la que formamos parte.
Pero para eso es
necesario un cambio de mentalidad, de cultura, de valores, que se proponen, que
son descubiertos y acogidos, y se hacen vida. No puede encontrar encaje en una
vida culturalmente hedonista e individualista, ninguna propuesta de comunión,
de acogida de la debilidad humana, de compasión, de esperanza…
No se trata, pues, de
imponer, condenar y excluir, sino de proponer, ofrecer, integrar y compadecer.
Y esto solo es posible desde la dinámica de la encarnación en la vida de las
personas.
Nos guste o no, hay que
aceptar que existen otras cosmovisiones, otras antropologías, que contrastan
significativamente con el evangelio y que, sin ser las nuestras, son los marcos
vitales en que desenvuelven muchísimas personas.
Ante comportamientos
concretos no podemos, sin más, invocar principios generales, que no tengan en
cuenta las circunstancias concretas de la vida de las personas. Podemos
formular el principio, pero hemos de aplicarlo a la vida, y en ella concurren
situaciones muy particulares. Ni todas son iguales, ni todas son abordables
desde el principio general, sin más.
La primera circunstancia
es que por mucha capacidad de empatía y compasión que seamos capaces de vivir,
la vida del otro es siempre del otro, no es la nuestra, no podemos entrar en su
conciencia ni ponernos en sus zapatos para vivir lo que esa persona vive,
siente, sufre o goza en su interior. La libertad de los hijos de Dios es tan
absoluta que en ese campo de la conciencia personal nadie puede entrar. Por eso
nunca cabe la condena, sino la escucha y la comprensión, y el intento, no
siempre exitoso, de ponernos en el lugar del otro, de entender sus vivencias y
sus razones, de dialogar desde las nuestras con ellas, y de acompañar en esa
circunstancia.
4.
Creemos en el Dios de la Vida.
He leído estos días en
palabras de algún teólogo que la eutanasia es una opción profundamente cristiana.
No puedo estar más en desacuerdo con esta afirmación. Creo que es tan
anticristiana como el mismo sufrimiento innecesario, como el ensañamiento vital
de alargar innecesariamente la vida a toda costa; tan anticristiana como el
sufrimiento cotidiano, existencial y prolongado que impide a millones de seres
humanos vivir con dignidad su existencia. Tan anticristiano que se compadece, a
mi juicio, poco o nada con la práctica de Jesús de Nazaret, que pasó por la
vida haciendo el bien y curando a los oprimidos por el mal (Hch 10, 38). Tan
anticristiana que me parece que es una opción que ha renunciado a la esperanza,
a toda esperanza.
Nuestra vida terrena
tiene un principio, y tiene un final. Nuestra existencia, en cambio, no tiene
final. Decimos en una plegaria por los difuntos que “la vida de los que Ti
creemos, Señor, no termina, se transforma…” Nuestra fe nos dice que esperamos
la Resurrección, lograda por Jesucristo, para todos. Nuestro horizonte vital no
es la muerte, sino la Resurrección. Pero a ese horizonte solo podemos
acercarnos con fe y en esperanza. Solo desde la confianza en el amor
incondicional y desmesurado de Dios. Entiendo que para quienes no son creyentes
esto no pase de ser un ensoñamiento. Pero para quienes nos decimos creyentes en
el Dios de la Vida, no puede haber experiencia de fe que no trascienda los
límites de la enfermedad, la debilidad, el dolor, y la misma muerte.
San Francisco de Asís
llamó a la muerte “hermana muerte”. Creo que en su experiencia no hay dolorismo
absurdo, ni un vano afán de sacrificio, ni apego al sufrimiento, ni hay una
pizca de inhumanidad. Es una experiencia que podemos vivir todos los creyentes,
si nuestro horizonte vital no termina con la muerte, si nuestra existencia se
va desgranando en esas muertes cotidianas que la desgastan en favor de los
demás, y que nos hacen vivir empeñados en la Vida.
Nuestro mundo ha
equiparado la vida digna a la vida de los ricos de este mundo, a la posibilidad
de darnos todo capricho, de hacer nuestra voluntad sin limitación alguna, llegando
incluso a reclamar la condición de derecho para nuestros deseos, intereses… al
margen de las necesidades humanas. Con ello negamos la consideración y la
posibilidad de los empobrecidos. Su vida, en esa clave, no sería vida, porque
lo material no les permite llegar al nivel inalcanzable que hemos decidido que
es el de la única vida posible. Pero la vida es mucho más que eso. Incluso
tiene que ver con cosas bastante distintas a eso; con todo aquello que tiene
valor, pero a lo que no podemos poner precio; con todo aquello que recibimos en
gratuidad y solo podemos ofrecer en gratuidad. La vida digna tiene que ver con
las necesidades humanas, y tiene que ver con la justicia y la misericordia.
Ante
la eutanasia
La noción del derecho a
morir dignamente (ortotanasia), a una muerte digna, tiene más relación y es
comprensible en el universo de las exigencias éticas, antes que en el de las
precisas normas jurídicas, entre otras cosas porque es una expresión que se
refiere directamente a la forma de morir, y no al propio morir. La expresión “derecho
a morir” apareció por primera vez en la Declaración de los derechos del
enfermo, redactada en 1973 por la Asociación de Hospitales Americanos. Desde la
comprensión ética del derecho a morir hay que abordar el tema de la eutanasía,
o el de la adistanasia (prolongación extraordinaria e innecesaria de la vida).
En este campo, y desde
lo apuntado, claro que estoy a favor del derecho a una muerte digna. Todos tenemos
derecho a una muerte humana, a ese último acontecimiento de nuestra existencia
humana y esto supone, además, el alivio del sufrimiento de manera que podamos
superar humanamente esa última etapa vital que es el morir. Eso significa la
necesidad de ofrecer la asistencia y los cuidados mejores que sea posible
ofrecer, no solo médicamente, sino en la atención a los aspectos humanos. Justo
lo contrario de lo que ha sucedido con tantas personas mayores en residencias desde
que comenzó la pandemia del SARS-Covid 19. Es urgente regular mediante ley los
cuidados paliativos como un elemento imprescindible para poder vivir el derecho
a morir dignamente.
Yo soy contrario al
aborto y a la eutanasia, como opciones vitales. Creo que son opciones que un
cristiano no puede admitir de entrada. Pero he de escuchar y acoger a quienes
por las circunstancias que sean, se ven llegados al punto de plantearse esas
decisiones, aunque no comparta sus motivos. Y ruego a Dios que no me vea nunca
en la tesitura de tener que tomar una decisión en lo puramente concreto de mi
existencia respecto a esas cuestiones, porque siempre habría de valorar todas y
cada una de las circunstancias concretas que determinaran la realidad de esa
situación, la vida de la otra persona, y al entrar en juego otras cuestiones,
quizá el principio -siempre y solo en lo concreto- debiera ser discernido y matizado.
Y a fuer de ser sincero, sé lo que me gustaría decidir, pero no sé lo que
llegaría a decidir.
En mi oposición a estos
supuestos hay una denuncia y una demanda. La denuncia de la deshumanización en
que nuestro mundo se envuelve perdiendo la capacidad de amar. La demanda de que
construyamos una sociedad que ponga todos sus medios al servicio de la vida,
del cuidado, de la compasión, de la acogida y la humana cercanía. Hay tantos
caminos que recorrer en ese sentido… Hay tantos caminos que, si se recorrieran
personal y socialmente, nos harían innecesaria la regulación legal de estas
cuestiones, porque habríamos dado a luz mecanismos para vivirlos de otra
manera, para hacerlos incluso innecesarios. Desde la educación afectiva y
sexual, desde la educación en unos valores de ética de mínimos en los que
habríamos de ponernos de acuerdo socialmente, pasando por el empeño por
construir una sociedad de cuidados que tuviera siempre en cuenta a los más
vulnerables, que ofreciera cauces de acompañamiento y vida para todos, hasta que
hiciera de su empeño de lucha contra el mal, contra el dolor, contra la
injusticia, contra la enfermedad y la muerte mismas, su orientación esencial.
Nuestro mundo puede
transitar esos caminos de humanización que destierren la provocación de la
muerte y el ensañamiento vital, que permitan la posibilidad de una muerte digna
al alcance de todos. Que eviten el dolor y el sufrimiento innecesario, que
palíen ese sufrimiento cuando es inevitable, y que inserte en el horizonte
vital la misma muerte como elemento que forma parte de nuestra existencia.
Que exista una
regulación legal que despenaliza la eutanasia y ofrece mecanismos para
posibilitarla a quienes no encuentran otra salida vital a su situación de dolor,
sufrimiento, y enfermedad, no obliga a nadie a recurrir a ellos en esas
situaciones, ni permite que sean otros quienes tomen la decisión por mí. No
obliga, por supuesto, a los cristianos. Igual que no nos obliga a abortar la
despenalización del aborto, ni nos obliga a divorciarnos la existencia de una
ley de divorcio. Aun existiendo esas normas legales, los cristianos podemos
vivir nuestras opciones concordes con la fe y mostrar que en ellas hay un amor
entrañable, una opción absoluta por la vida, por la dignidad, y por la salud y
el bien en todos los ámbitos de nuestra vida.
Creo que no se trata
tanto de enunciar condenas cuanto de seguir exigiendo que los poderes públicos
hagan posible el cuidado y el acompañamiento humano, paliativo, terapéutico de
la enfermedad y la muerte. Creo que el valor de la dignidad de la vida ha de
ser recuperado en nuestro mundo en un contexto de búsqueda de la ética común
que posibilite la existencia de todos en humanidad.
Creo que, incluso en
esas situaciones, siempre es posible experimentar el amor, el consuelo y la
cercanía que nos ayuden a vivir esas experiencias pudiendo descubrir y acoger
las semillas de bien que haya en ellas. Creo que vivir esas experiencias desde
el cuidado y el amor, humanizan a quienes las padecen y a quienes los
acompañamos.
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