Orar en el mundo obrero, Tercer domingo de Cuaresma

El sistema del Templo judío era un sistema complicado para llegar a Dios. Un sistema que impedía la relación con Dios, que alejaba más de lo que acercaba. Jesús se manifiesta inmisericorde con él por esa razón. Un sistema que no permite la relación entre Dios y la criatura -toda criatura sin excepción- no puede ser el del Dios Padre-Madre, el del Dios del Amor y la Misericordia. Que expulsa de esa posibilidad de relación con Dios a los más vulnerables. Que termina por sustituir a Dios por ídolos. Que termina por hacer de la religión un mercado, con sus mismos valores y criterios. El que no es competitivo, sale del mercado.

Jesús nos deja otro modo de relación con Dios. Otro templo: el de su cuerpo roto en la cruz y resucitado por el amor. Es el signo de los templos de los cuerpos de tantos hermanos y hermanas nuestros, rotos en las cruces en las que les ha colgado un sistema que mata, un sistema de injusticia, que deshumaniza la vida. Pero, a la vez, un sistema que se resquebraja en signos de resurrección, a través de la solidaridad, de los puentes tendidos que reconstruyen los lazos de fraternidad humana.

Es el sistema que pone en el centro a “los perdedores”, a los débiles, a los pequeños. La Iglesia de Jesús es la iglesia del Dios de Jesús que ama con predilección a los pequeños. Que se desgasta para que otros puedan vivir. Que manifiesta en todo gesto la ternura y la misericordia entrañable de Dios. Que sufre si los pobres sufren, y que genera con ellos comunión de vida, de bienes, de acción. 

Frente al sistema inmisericorde que destierra la compasión y cierra los ojos y los oídos -el corazón- al sufrimiento injusto del inocente, la Iglesia ha de vivir la mística samaritana y compasiva de los ojos abiertos: de la atención, de la compasión, del compromiso, de la fraternidad. La Iglesia ha de ser la casa materna de toda la familia humana. 

Nuestra oración en el mundo obrero nos pone en esa clave

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