Orar en el mundo obrero. 12 domingo del T.O.

Desde hace más de un año vivimos inmersos en una situación que nos ha conmocionado profundamente. Nos ha envuelto aún más nuestra condición vulnerable y frágil, nuestra limitación. El desconcierto, el declive, la perturbación de nuestra normalidad, el miedo, la enfermedad y la muerte, la incertidumbre son heridas que todo esto nos provoca junto a otras igualmente humanas: se agrava la precariedad, el individualismo, la pobreza, el racismo, la persecución de los pobres… Una situación que nos instala en el miedo y la desconfianza, derruyendo el pasado que nos sostenía, y alejando el futuro. Cualquier utópica esperanza que amasáramos se ha desvanecido de golpe. Somos como los discípulos en una frágil barca a merced de una tempestad social que nos supera, que no podemos dominar, y amenaza con hundirnos.

Nuestra Iglesia no es ajena a esa condición. También se ve zarandeada por este cambio de época que nos toca vivir. Y se ve, como nos vemos todos, tentada al repliegue, a quedarnos encerrados en lo conocido, en lo sabido y rutinario, aunque no sirva ya para hacer frente y ponerle cara a esta situación. ¡Ojalá no nos hubiéramos embarcado y siguiéramos en la orilla!
No valen los remedios que aprendimos. Nos hemos quedado sin respuestas. Y solo nos surge gritar: ¡Maestro!, ¿no te importa que nos hundamos?

La respuesta del Señor nos lleva en otra dirección: «¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?».
Si nuestra fe se ve zarandeada por lo que vivimos, por cómo se cuestionan ritos y costumbres que ya no sirven, por cómo somos interpelados por la realidad y urgidos a encontrar nuevas palabras humanas en las que seguir anunciando la presencia -nueva y buena noticia- de Dios, o a buscar nuevo sentido y a recuperar el sentido originario de lo que hemos de vivir; si nuestra fe se ve zarandeada por el mal y la injusticia que nos rodean hasta hacernos vacilar con miedo, es que quizá aún no tenemos fe. Quizá seguimos creyendo que la fe tiene que ver con el éxito, con la seguridad, con la costumbre, con la tranquilidad, con la desconexión de la realidad, o con lo inamovible…

Quizá se nos olvidó que seguimos al Crucificado. Quizá aún no hemos sentido que la fe es experiencia de amor que nos empuja, nos levanta, nos pone en camino, nos saca de la casa y la tierra que habitamos, para llevarnos a habitar otras casas y otras tierras fiados del amor de Dios, sin que nos venzan las dificultades.

En medio de tanta tormenta que amenaza con hundirnos -vitales, sociales, políticas, religiosas…- tenemos que recuperar el encuentro con Jesús, la escucha de su Palabra, la intimidad de la oración, la acogida de su Espíritu, la vida eucarística, que nos pone en su misma onda, en sintonía con su corazón compasivo y misericordioso. Solo en la tarea de construir la fraternidad y tender puentes p9odemos sentir que la tormenta se calma, porque el modo de vivir de Dios vuelve cada cosa a su sitio, vuelve a dar sentido a todo.
También a los mares embravecidos que surcamos.

Mi proyecto de vida es de una vida apostólica, proyecto de quien es enviado y se pone en camino fiando en el amor de Dios. ¿Qué me falta aún para vivirlo así? Me lo respondo desde la oración.

Comentarios

Entradas populares de este blog

No tengo fuerzas para rendirme

Feliz año nuevo, en pijama