Orar en el mundo obrero, domingo 23º T.O.

Mientras en la época de Jesús la sordomudez era considerada un castigo de Dios a consecuencia de los pecados propios o heredados, que excluye de la vida social normal, y margina, hoy parece ser, más bien, en la mayoría de los casos en que no se trata de una discapacidad física, o de una enfermedad, de una opción voluntaria, aunque no del todo consciente.

Preferimos ser sordos y mudos, vivir desvinculados de nuestra implicación vital en la sociedad, de nuestra capacidad crítica, porque no queremos oír, no queremos tomar partido ante lo que oímos, y preferimos no decir nada antes que tener decir algo que nos posicione y nos comprometa. Ser sordos y mudos es hoy, en muchos casos, una opción temerosa, cobarde, cómoda… la de callar ante la injusticia que nos haría clamar, la de ignorar el sufrimiento porque si lo escucháramos no podríamos pasar de largo.

También de esta sordera, de esta mudez, necesitamos ser curados. Necesitamos que el Señor nos devuelva la audacia apostólica y profética con que hemos de vivir los bautizados para hacer vida la Buena Noticia en medio de un mundo que ha elevado la mentira a categoría política y social, y el individualismo insolidario a norma de madurez humana.

La mística cristiana no se sostiene en el silencio cómplice, sino en la escucha compasiva del dolor humano, en la escucha del clamor de los pobres, y en la palabra evangélica de compasión y justicia que, por vivir con los oídos atentos, reclama de mí la escucha del otro.

Escuchar es un don, es una virtud, que permite poner oído y prestar atención y cuidado a la vida del otro para reconocer a Cristo en él. Sin escucha no hay encuentro, no hay diálogo, no hay acogida ni fraternidad. Sólo los humildes pueden escuchar.
El sordomudo es la imagen de los discípulos incapaces de acoger y entender la Buena Noticia, incapaces por ello de convertirse. Ha de ser Jesús quien les abra los oídos y les suelte la lengua.

El sordomudo es la imagen de muchos que se dicen creyentes hoy; de muchos que solo se escuchan a sí mismos, pero se niegan a escuchar a los otros, al equipo, a la comunidad, a la iglesia. Se niegan a abrirse a la Palabra de Dios, a comunicarse con Dios y con las demás personas con quienes convivimos cada día.

Nuestra sociedad se ha incapacitado para el encuentro y el diálogo en muchos ámbitos, porque se ha incapacitado para amar, para acoger el dolor y el sufrimiento ajeno y detener nuestro camino compasivamente junto a las víctimas. Negamos la existencia de las víctimas o las culpabilizamos de su propio sufrimiento para justificar nuestra sordera, nuestra mudez, nuestro pasar de largo, nuestra falta de compromiso por la justicia, nuestra inmisericordia.

Y, sin embargo, escuchamos otras voces, por estridentes que sean, y proclamamos otras palabras altisonantes, pero carentes de humanidad. La xenofobia, el racismo, la intolerancia ante el diferente, el discurso de odio, la justificación de estas actitudes y conductas, la instalación en la mentira a sabiendas, el desprecio de los pobres, de las víctimas de toda clase y condición de este sistema, nuestro cómplice silencio con estas actitudes, cuando no nuestra justificación, nos sitúan fuera del proyecto de fraternidad de Dios.

No es una opción para los cristianos vivir sordos e incomunicados, porque nuestra esencia es el encuentro y el diálogo, la comunicación trinitaria amorosa, a imagen del Dios Comunión. Solo desde la construcción del encuentro por amor, avanzamos hacia el Reino.

Mi proyecto de vida es un proyecto de comunión con los empobrecidos. Por eso es un proyecto que reclama la escucha y la palabra comunicadora de vida y esperanza. ¿Qué pasos dar para crecer en esa dirección?

Como siempre, me respondo en la oración en el mundo obrero

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