Orar en el mundo obrero. 28 domingo TO-B

 «¡Qué difícil les será entrar en el reino de Dios a los que tienen riquezas!». Conocemos el episodio del joven rico que nos narra hoy el Evangelio. Lo hemos meditado muchas veces, seguro. Y tenemos hecha nuestra interpretación del texto a la que acudimos nada más empezar a oírlo. Solemos entenderlo como la necesidad de renunciar “a las riquezas”, entendida no solo como el dinero o lo material, para poder seguir a Jesús.

Rovirosa habla de poner a Cristo en el centro de nuestra vida, de descentrarnos, de convertirnos al mandamiento nuevo del Amor, que se construye con la pobreza, la humildad y el sacrificio, de renunciar al amor propio para abrirnos al amor a Cristo en el prójimo.

Siempre hemos podido entenderlo -como lo entendían los discípulos- como una condición, como algo que hemos de hacer antes de empezar el seguimiento de Jesús. Y, entonces, quizá aparecen las humanas justificaciones para convencernos de que realmente lo que pide Jesús es imposible. ¿Quién es realmente capaz de renunciar así?

Para entender el texto -y para orientar nuestra vida desde él- no hemos de interpretar la pobreza y la renuncia como si fuera un mandamiento más de Jesús, una condición previa, sino que hemos de fijarnos en la clave del seguimiento: un seguimiento que nos va identificando con Jesús de tal manera que -con la ayuda de Dios, con la fuerza del Espíritu- nos va situando en su misma manera de sentir, de pensar, de modo que las renuncias pueden vivirse como liberación, como entrada en el proyecto de Dios.

Así, la pobreza no es condición del seguimiento sino consecuencia de este. A medida que nos vamos configurando con Jesús vamos haciéndonos pobres como Él. A medida que crecemos en la experiencia de la amorosa presencia de Dios en nuestra vida descubrimos cuánto de innecesario para vivir ese amor hay aún en nuestra vida, y cuánto nos merece la pena irnos despojando de esa carga. Nuestra vida cristiana es un camino de despojamiento progresivo, hasta quedarnos, como decía Rovirosa, con la única cosa de valor altísimo: Jesucristo. Esto es, sobre todo, un don de Dios.

Pero hemos de poner nuestra parte: nuestro deseo de irnos dejarnos convertir y transformar por el seguimiento, por el encuentro con Jesús, por el encuentro con los pobres del mundo obrero. Y hemos de abrirnos al proyecto del reino, a la vida compartida, ofrecida y acogida. Lo que Dios puede hacer es cambiar nuestro corazón, abrirnos al don, a la gratuidad, a la comunión, al compartir, al empobrecernos, para que otros tengan vida.

Dios puede hacernos discípulos, hacernos seguidores, si le permitimos amarnos. El horizonte de una vida así no es la carencia, sino la plenitud: en este tiempo, cien veces más —casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y tierras, con persecuciones— y en la edad futura, vida eterna. El horizonte es el de una comunidad fraterna y servicial, de hijos e hijas de un mismo Padre. Si hemos de abandonar la riqueza de la que nos habla Jesús es porque impide este proyecto de fraternidad que nos iguala, porque la lógica del Reino es la del compartir.

La comunión de los propios bienes es la raíz de la pobreza evangélica. El Pobre cristiano es el que comunica sus propios bienes a otros que los necesitan o los desean; y no consiste tanto en dar como en compartir. la fracción del pan es su símbolo perfecto. el «espíritu de pobreza» manifiesta el amor cristiano en el com-padecer (padecer con), y conduce necesariamente a anteponer las necesidades y los deseos de los que se ama a los propios deseos y a las propias necesidades. (Rovirosa).

Mi proyecto de vida solo puede ser un proyecto de seguimiento si voy acogiendo esa condición vital que Jesús me propone. ¿Cómo puedo crecer en seguimiento? ¿Cómo se va reflejando el seguimiento en ir haciéndome pobre?
La oración en el mundo obrero me va ayudando a preguntarme y responderme

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