Errores

Ayer asistí a un evento en el que entre otras actividades tuvo lugar una conversación (como ahora se denominan, por el formato, las mesas redondas de antaño) en la cual participaba un diputado de VOX junto a la ministra de defensa, y el alcalde de Madrid, además de un obispo.

El tema de la conversación era "hacia dónde va la política" y estaba planteado en tono mayor, pero al final se quedó en algo muy menor por dos razones fundamentales: una, las escasas tablas en foros de diálogo del diputado de Vox que participaba, que venía a "hablar de su libro" y desgranó la lección aprendida de programa y eslóganes que traía aprendida de casa. Incapaz de una reflexión sobre la marcha, o de aportar ideas en algo constructivas o de entrar en un verdadero diá-logo logró que casi todas las intervenciones de los demás participantes fueran reactivas, con lo cual el tema que centraba el diálogo se tocó muy de pasada.

Otra, que, en esas intervenciones, no fue contestado por el obispo participante de la contundente manera que cabía esperar ante quien utilizaba de forma artera argumentos de autoridad de la fe católica para sostener posturas en parte contrarias a ella, como la cerrazón al diálogo y al encuentro, o la postura frente a la inmigración, diciendo que solo debía acogerse a la legal y que se produjera de forma ordenada. Me esperaba otra reacción contundente de quienes, a la vista de lo sucedido, parece que siguen siendo rehenes de conceptos ajenos al evangelio y propios de una filosofía -y de una antropología- incapaz de poner, de verdad, a la persona en el centro del diálogo y, sobre todo, de la vida, o de la política. Quizá por esto mismo no debí esperarla.

En el fondo hay, aún, un peso que nos ancla inmovilizándonos hacia el futuro, como losa de nuestra historia, de una Iglesia contemporizadora con todo lo que tenga trazas de poder, que impide una auténtica radicalidad evangélica, porque malentendemos la profecía de la que todos los bautizados somos portadores y servidores.

Entrar en diálogo es plantar cara también a las fuerzas del mal. Y hay ocasiones que se pierden, por no querer reconocer el mal más que cuando es demasiado tarde. Me subleva el discurso que defiende los portales -de la vida y de la muerte- como los únicos lugares donde anida la dignidad, desentendiéndose de esa misma dignidad, o cerrando los ojos y el corazón a su desprecio, a lo largo del devenir entre uno y otro portal. Es un discurso falaz, ideologizado, carente de evangelio, de misericordia. Y perder ocasiones como esta de hacer ver la intrínseca unidad de todos los momentos vitales, incluido el de la muerte, para reconocer esa dignidad y el consecuente compromiso a que nos convoca la fe es algo que pasa factura.

Alguien me dijo una vez que los pecados se perdonan, pero los errores se pagan. Seguimos cometiendo errores. No tardará en llegarnos la factura.


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