Se nos convoca a la vida

 

Homilía Vigilia Pascual


Mateo 28, 1-10.

 

Pasado el sábado, al alborear el primer día de la semana…

 

Hemos vivido con intensidad el tiempo de Cuaresma y, significativamente, este tiempo de semana santa, en que, acompañando la pasión de Cristo, hemos ido acompañando a la vez la pasión de nuestro mundo. Invitados de continuo a la esperanza nos hemos encontrado con todo el dolor del mundo, con el mal y la injusticia, con la traición y el dolor, con la muerte, y a pesar de la continua invitación a la esperanza esta realidad ha pesado como una losa sobre nosotros hasta el punto de que, como a los discípulos, ha podido sumirnos en el silencio de tantas preguntas sin respuestas, y bajo el peso de la evidencia del mal. Hemos llegado hasta la Cruz y, si no la hemos esquivado, nos hemos quedado en silencio, vencidos y sin respuestas. Sin respuesta por el hecho de la muerte y de la victoria aparente del mal. Sin palabras ante el gesto incomprensible del amor que se entrega sin reservas. 

 

Igual que las mujeres del relato que han necesitado dejar pasar el sábado, han necesitado hacer duelo, experimentar el vacío de la muerte, pasar por esa nada, para sentir que el amor es más fuerte que la muerte; que el amor es capaz de sobreponerse a la ausencia y al dolor, y empujar con esperanza hacia el sepulcro. El amor madruga siempre, el amor, al alborear el primer día de la semana, busca de nuevo el encuentro. Por amor vamos nosotros al encuentro del Señor en esta noche, para encontrarnos también un sepulcro vacío, y una alborada por estrenar. Para sentir el mismo mensaje de esperanza: “No está aquí; ha resucitado, como había dicho”

 

No está aquí. ¡Ha resucitado!

 

De entrada, la búsqueda de las mujeres se encuentra con un contratiempo, otro más: no está donde ellas pensaban. No está definitivamente en los lugares de muerte. No está en el pasado de muerte y dolor. No está entre los muertos. Han de volver, llenas de miedo y de alegría, al comienzo, al encuentro con los demás discípulos, con el resto de la comunidad para transmitir ese mensaje, y recomenzar juntos de nuevo. Es el primer efecto de la resurrección: aquella comunidad en desbandada, miedosa, traidora… ha de congregarse de nuevo para ser transformada por la presencia del Resucitado, para acoger la Vida nueva del Resucitado, y las mujeres son las anunciadoras de ese quehacer resucitado.

 

Es el mismo mensaje que hoy se nos proclama a nosotros y que nos empuja a revisar nuestras búsquedas. ¿Dónde buscamos al resucitado? ¿En nuestras viejas experiencias, en nuestro yo, en el egoísmo trasnochado, en el individualismo que nos reafirma en soledad? Somos enviados a reencontrarnos como testigos en una comunidad -temerosa y alegre- que pueda proclamar esto mismo hoy: no está aquí, no está en el sepulcro, no está en la palabra o los gestos de muerte y deshumanización… está en la fraternidad, en la comunidad, en el encuentro amoroso, en la acogida del hermano; está donde siempre le hemos encontrado sanando y consolando, en Galilea, junto a los pobres.

 

Va delante de vosotros a Galilea. Allí lo veréis.

 

Está en la Vida, y nos precede. Nuestro anuncio no lleva a Jesucristo resucitado a la historia, porque nos precede en ella, pero la Resurrección nos hace capaces de dejarnos iluminar por su Espíritu para encontrarlo, para desvelarlo, para encontrarnos con él en la historia cotidiana y poder mostrarlo a otros. Nos hace capaces de volver a sentir que está con nosotros, siempre, en medio de la vida.

 

La Resurrección no es una fiesta superficial de alegría pasajera, sino la experiencia vital de que el amor es siempre más fuerte que cualquier muerte, que cualquier injusticia, que cualquier mal, y que restaura nuestra capacidad de amar. 

 

La resurrección es la experiencia vital de que el amor -que madruga siempre- posibilita la vida y la dignidad humana, porque nos compromete con ella, con la de todos aquellos que malmueren en nuestro mundo, víctimas de un sistema que mata, porque crea fraternidad, porque nos descubre el inmenso sentido y dignidad de una vida que se nos da como don para gastarla en favor de que todos vivan.

 

Jesús les salió al encuentro… que vayan a Galilea; allí me verán.

 

Es el mismo Resucitado el que nos sale al encuentro y nos invita a esta alegría profunda: ¡Alegraos! Y quien nos quita los miedos, y quien nos envía. De vuelta a la vida, a lo cotidiano, a la tarea compartida y fraterna de suscitar vida digna y esperanza, y de hacer renacer la alegría profunda. Y en esa tarea, en esa vida comunitaria, en esa esperanza alimentada cada día por los signos de la presencia del Resucitado, verle, sentirle, abrazarle, y postrarnos ante él.

 

Dios no es ajeno a nuestra historia humana, que con Él se transforma en historia de salvación. Con Él los sepulcros se vacían, los lugares de muerte se abren a la esperanza, las tinieblas se rompen con la luz que las atraviesa. Las luchas vuelven a recobrar sentido. La siembra de la propia vida por amor vuelve a fructificar en una red de lazos fraternos tejidos día a día.

 

Se nos convoca de nuevo a la Vida: a la mesa fraterna, a la mesa de la Eucaristía, a la mesa en la que compartir el pan nos permite reconocer al Resucitado presente en la existencia humana, compañero de camino, capaz de rehacer nuestras fuerzas, nuestra ilusión, nuestra esperanza. Capaz de dar impulso nuevo a nuestros compromisos. Se nos convoca de nuevo a la calle, a la tarea, al encuentro.

 

Merece la pena el camino, la cruz, la espera junto al sepulcro, la confianza en el amor. Dios es fiel.Por eso hoy todo ha de ser distinto. Nosotros hemos de serlo. Como hombres y mujeres resucitados tenemos un mensaje que anunciar con nuestra vida en los lugares de muerte que hemos atravesado: Está vivo, y la última y definitiva palabra es la del Amor que vence a la muerte. Nuestras hermanas y hermanos necesitan escuchar este anuncio y necesitan sentir la fuerza de la Resurrección -de la que somos portadores- en su propia existencia.

 

Sigamos derribando muros de tanto sepulcro que nos atrapa, sigamos tendiendo puentes que hagan posible el encuentro en la fraternidad.

 

Hermanas y hermanos, la vida es posible. La vida digna es segura. El Señor ha resucitado. Feliz Pascua.

 

 

 

 

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