30 aniversario de ordenación sacerdotal

 Hoy, cuando sean las cinco de la tarde, con un calor bastante parecido al de entonces, hará treinta años de mi ordenación sacerdotal. Treinta años es casi una vida o, al menos, media vida. Media vida mía, y una de sacerdocio, en tres parroquias, en distintas y múltiples tareas pastorales, y en distintas ciudades. 

En algunas cosas, ¡qué distinto soy al de entonces! cómo han cambiado mis circunstancias, mis realidades, mis maneras de afrontar la realidad, mis maneras de sentir y de pensar. Cuántos familiares, amigos y compañeros he ido teniendo que dejar en el camino. Cuántas raíces he tenido que cortar, para plantarme en otros lugares. Y cuántos nuevos campos que cultivar y sembrar, cuántos nuevos hermanos y hermanas regalados, inesperados, inmerecidos, a los que acoger y acompañar, con quienes caminar, y a los que hacer sitio en mi vida. Estos treinta años podrían resumirse en una lista -nada resumida- de nombres.

 Soy distinto en edad y en salud; tengo más de una y menos de otra. Soy distinto en sabiduría: la experiencia y los años hacen que haya aprendido algunas cosas y que haya vivido algunas experiencias vitales fundamentales, que te ayudan a caminar. Y la experiencia y los años hacen, sobre todo, que me dé cuenta de cuánto me falta por aprender de esa sabiduría vital que hoy nos propone el evangelio (Mt 5, 1-12). La experiencia y los años me ayudan a darme cuenta de los errores y a reconocerlos. Uno aprende tolerancia con cuestiones que son, en el fondo relativas, y dejan de dolerle y, por el contrario, se afianza más en la indignación que causan otras que, en otros momentos, no parecían ser importantes. Cambia la mirada, la manera de ver la vida, y de dolerme. 

En otras, sigo siendo el mismo, con mis terquedades y ensimismamientos. No es fácil moldear barro seco.

La experiencia, los años... y la gracia de Dios que, echando la vista atrás, ha sido una presencia constante en mi vida, aunque no siempre la haya acogido del modo y manera que pudiera fructificar en su momento. Mi experiencia de esta vida es la de saberme amado por Dios entrañablemente, aunque no siempre haya saboreado, vivido y agradecido ese amor.

Algunas veces he dicho que mi experiencia vital-sacerdotal-creyente va siendo la de Pedro, cuyo recorrido desde que el Señor le llama hasta el final del evangelio de Juan (21, 15-19) es un camino progresivo de despojamiento de sí mismo, de despojamiento de su orgullo, de su vanidad, de su arrogancia, para reconocerse -en su traición- pecador perdonado, receptor de la misericordia de Dios, que le rehace en novedad, para reconocerse en su seguimiento más en el amor y en la debilidad que en las propias fuerzas y méritos.

A medida que va transcurriendo mi vida, que mi currículum se engrosa, siento que va estando más vacío, ocupado solo por lo esencial: mi conciencia de vulnerabilidad, mi conciencia de pecado, de debilidad, y mi experiencia de recibir perdón y de misericordia, de recibir amor entrañable de Dios; una vida que se va llenando de esa misericordia entrañable por la que nos visita el sol que nace de lo alto; de esa misericordia entrañable y esa fidelidad que no termina, sino que se renueva cada mañana, y que -como Pedro- cuando escucha por tercera vez al Señor preguntar por mi amor, me lleva a responder, entristecido por la conciencia de mis traiciones y debilidades, y por eso sin arrogancia: Señor, tú sabes que te quiero... aunque tantas veces no sepa hacerlo.

Mi vida ha estado llena de gratuidad y, poco a poco, lo va estando de gratitud. Y puedo así hacer mía la oración que hoy proclamamos en la primera lectura de la Eucaristía (2Cor 1, 1-7) ¡Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor, Jesús Mesías, Padre cariñoso y Dios que es todo consuelo! Él nos alienta en todas nuestras dificultades para que podamos nosotros alentar a los demás en cualquier dificultad con el ánimo que nosotros recibimos de Dios. 

Y puedo invitaros a que proclaméis conmigo con el salmo 33: gustad y ved qué bueno es el Señor. Vedlo, en vuestra propia vida, llena de la bondad del Señor, pero, sobre todo, gustadlo, saboreadlo. Ese Dios que nos muestra un camino de vida y felicidad que estamos llamados a hacer en la experiencia cotidiana de la vida. Bienaventurados quienes poco a poco, cada cual por su camino, vamos haciendo esa experiencia de felicidad que propone el Evangelio, quienes en lo cotidiano vamos intentando experimentar el camino de la felicidad que solo puede realizarse en fraternidad, en comunión, cuando Cristo va ocupando el centro de nuestra existencia.



Comentarios

  1. Enhorabuena y gracias por tantos frutos de treinta años de entrega. Un privilegio sentirme parte de este camino de aprendizajes, de búsqueda y de celebración de la vida.

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