Homilía en el domingo de la sagrada familia.

 31.12.2023

Celebramos hoy la Fiesta de la Sagrada Familia, en esta octava de Navidad en que seguimos celebrando con alegría el nacimiento de nuestro Señor, la encarnación de Dios en Jesucristo, la palpable ternura de Dios. Un Dios que no da un rodeo, sino que se encarna en una familia humana, como las nuestras, una familia pobre, que vive sus dificultades, pero que lo hace poniendo a Dios en medio de sus vidas. 

Estamos en el tiempo de la Gracia. Simeón y Ana representan al pueblo fiel y pobre, que mantiene viva, pese a todo, la esperanza, y son capaces de reconocer en aquella pobre familia de José, María y el Niño, la presencia de Dios cumplidora de las promesas. Simeón y Ana son prototipo de las personas que tienen el Espíritu y se dejan mover por él. Por eso son capaces de reconocer esa presencia de Dios, esa salvación comenzada, donde nadie la esperaría: en una familia normal y corriente, pobre, en un niño normal, en lo cotidiano. Solo quienes se dejan guiar por el Espíritu pueden entender, descubrir y experimentar los caminos de Dios.

El otro mensaje del evangelio es que la familia es ámbito privilegiado para experimentar y vivir la gracia y el amor de Dios, que nos hace crecer a todos; para percibir su cercanía y su ternura, para hacernos portadores de esa Gracia y ponerla al alcance de todos.

También en nuestras familias es tiempo de Gracia, tiempo de Dios. También en ellas podemos experimentar cada día esa ternura y cuidado de Dios a través del cuidado gratuito de unos por otros, a través del perdón y la reconciliación sin límites.

Nuestra vida familiar, en lo cotidiano, en lo sencillo, en lo que aparentemente no tiene valor porque nos parece que es así y ha de ser así, guiada por el Espíritu se puede hacer transparencia de Dios que permita descubrir su amor a nuestras hermanas y hermanos, a quienes se acercan a esa vida familiar y la comparten. Y ello a pesar de que nuestras vidas familiares no son perfectas. En todas hay sus pequeños resquicios de sombras, sus rencillas y rencores, sus perdones no ofrecidos ni acogidos; en todas hay alguna herida que sanar. 

Pero también nuestra vida familiar está llena de pequeños gestos de servicio, de acogida, de escucha, de respeto, de misericordia, de ternura, de fraternidad; está llena de pequeños gestos de amor, que nos van moldeando en la sinceridad de nuestra relación. Nuestra familia es el primer ámbito donde podemos experimentar el amor gratuito y sin condiciones, donde se nos quiere a cada uno como somos, a veces a pesar de cómo somos, con nuestras luces y nuestras sombras. Nuestra familia es el ámbito en que aprendemos a valorar y a convivir con la diversidad. Es el ámbito del cuidado, donde los mayores y los más pequeños pueden encontrar el cuidado amoroso que necesitan, donde nos cuidamos cuidando. Es el ámbito donde no pasamos facturas por los servicios prestados. Hijos e hijas de unos mismos padres, ¡qué distintos, sin embargo, podemos llegar a ser! Y, por ello, qué complementarios, qué necesarios y enriquecedores unos para otros.

Contemplemos y agradezcamos el don de nuestras familias, que nos han hecho también quienes somos. Contemplar y agradecer hoy el don de nuestra familia, es algo que hacemos contemplando y acogiendo también las alegrías y penas de todas las familias, especialmente de aquellas que pasan por dificultades de salud, o por dificultades de supervivencia porque no llegan a final de mes y no les es posible desarrollar su vida con dignidad, o aquellas en que las discordias separan y llevan a vivir en la estéril soledad.

Hoy no deberíamos dejar, tampoco, de seguir pidiendo a Dios con insistencia que mueva el corazón de quienes gobiernan para servir a las familias y hacer posible el ejercicio y el disfrute de sus derechos sociales. Deberíamos seguir pidiendo a Dios que nos haga capaces de luchar por un trabajo decente que haga posible la vida familiar. Luchar por la justicia es la primera forma de realizar la misericordia.

No aspiramos a la familia perfecta, sin problemas ni conflictos. Aspiramos a una familia, a imagen de la familia de Nazaret, cuyo centro es el amor. La familia de Nazaret no es sagrada porque no experimente problemas y dificultades, o porque por “sagrada” Dios les haya ahorrado la travesía de la humanidad, sino porque pone en medio de su vida familiar la ternura y el amor de Dios. 

Esa es la verdadera familia cristiana, la que quiere vivir en el amor. La que se lo propone con sencillez, y con empeño, cada día. La que encarna el Evangelio en lo cotidiano. Seguro que en el proyecto familiar que vosotros queréis vivir hay mucho que cada uno puede aportar para que el amor sea el centro. Ahora que llega el tiempo de los propósitos de año nuevo, qué bueno sería que nos propusiéramos esto: vivir el amor de Dios en nuestra familia. La primera lectura, del Eclesiástico, y la segunda lectura, de Colosenses, que hemos proclamado, nos ofrecen un rosario de actitudes que podemos vivir para que nuestras familias sean ese hogar habitado por Dios: honrar y respetar a los padres, cuidar de nuestros mayores, compasión, bondad, humildad, paciencia, perdón, gratitud, cuidado… Vivirlas será la mejor manera de cuidar de nuestras familias para que lleguen a ser, también, familias sagradas.


Comentarios

Entradas populares de este blog

No tengo fuerzas para rendirme

Feliz año nuevo, en pijama