Homilía Bautismo del Señor

Termina hoy este tiempo de Navidad que nos devuelve a lo ordinario, a lo cotidiano, a ese encuentro diario con Dios que anda en zapatillas con nosotros por nuestros mismos caminos, en nuestros mismos encuentros. Ese tiempo ordinario en que se tata de vivir -como siempre- nuestro bautismo. Estamos signados en el nombre del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo. Se trata de vivir el amor trinitario. Retomamos los lugares vitales, las personas que los habitan. Acogemos las semillas de amor que crecen en esas realidades.

Jesús entre los pecadores. El que no tiene pecado, con los que somos pecado. La encarnación de Dios pasa también por aquí. La nuestra en la realidad que vivimos ha de pasar también por las contradicciones e infidelidades del mundo en que vivimos y de las personas que acompañamos. No para justificar el pecado, la contradicción, o la infidelidad, sino para manifestar que en el camino de superación de esas circunstancias que ofrece el amor de Dios, nosotros no estamos exentos de recorrer ese camino en común, para hacernos testigos de la Gracia.

Este evangelio y esta fiesta nos colocan ante nuestra radical condición existencial, ante lo que realmente somos: los hijos e hijas amados de Dios. En nuestra vida se han pronunciado también las mismas palabras de esta escena: esta es mi hija amada, este es mi hijo amado. Es en esa condición filial en la que brota nuestra condición fraterna. La sororidad, la fraternidad, nacen de nuestro bautismo.

Por eso somos misión, nuestra vida es una misión: bautizar en el nombre del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo no es repartir carnés, sino propiciar el reconocimiento vital en cada persona de su condición más radical: hijos y hermanos. Nuestra vida es misión porque se trata de vivir, de desplegar en su plenitud, esa condición. Se trata de ser cada vez, más, hijos e hijas de Dios; cada vez, más, hermanos y hermanas de todos.

Se trata de hacer de este mundo una casa común, habitada por todos, para vivir el sueño de amor y familia de Dios.

Somos los amados de Dios. Somos por el amor y, por eso, somos para el amor. Ser cristiano no es creer que Dios existe. Es creer que Dios me ama incondicionalmente, que se complace también en mí. Ser cristiano es hacer consciente y cotidiana esa experiencia del amor de Dios en nuestra vida; es sabernos y sentirnos amados por Dios, siempre y en toda circunstancia. Es vivir en ese amor, para ese amor, en lo personal y en lo social.

Para los bautizados conscientes -como dice Rovirosa- percatarnos de la grandeza y exigencia de nuestro bautismo por el que morimos (místicamente) al mundo y resucitamos en Cristo, nos descubre el compromiso como las tareas propias de los seglares cristianos fieles al espíritu que recibieron en el Bautismo. Ahí es donde entrará plenamente en juego nuestra responsabilidad, nuestra dignidad y nuestra libertad; en aquellas tareas de recapitularlo todo en Cristo … que son las tareas económicas, las sociales, y las políticas.

Mi proyecto de vida no es más que la manera en que concreto mi vivir como bautizado consciente. ¿Qué pasos he de dar para crecer en esa experiencia radical del amor de Dios en mi vida? ¿Y para vivirla hacia todos?

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