Homilía, 6º domingo T.O. B

Levítico 13, 1-2.45ss. 1 Corintios 10, 31 – 11, 1. Marcos 1, 40-45


Nos quejábamos, con cierta razón, del distanciamiento social que en la pandemia se nos impuso, pero nada tiene que ver, ni de lejos, con el aislamiento social a que eran sometidos los enfermos de lepra en tiempo de Jesús: expulsados de la ciudad, sin familia ni trabajo, sin religión, sin Dios… Aquello era una marginación tal que añadía muerte sobre muerte. La intención no era buscar y lograr el cuidado y curación del enfermo, sino evitar contagiarme yo, no hacerme impuro, mantenerme dentro de los límites de una “pureza ritual” desde la que relacionarme con un Dios imaginado que obliga a sostener las divisiones artificiales entre las personas. Preservarme de manera egoísta, antes que cuidar compasivamente.

Podríamos decir que, afortunadamente, esto ya no es así. Pero no es verdad. Hemos cambiado la lepra -enfermedad física- por diversas condiciones sociales: pobreza, marginación, diferencias de raza, de credo, de color de piel, de origen, de nacimiento, de sexo, de medios o capacidades… que seguimos utilizando como muros para segregar, distanciar y ocultar a quienes nuestro mundo ha nombrado como “impuros”: las personas empobrecidas, las personas desempleadas, las personas migrantes, las mujeres empobrecidas, las personas sin techo; las personas ancianas, dependientes; quienes padecen enfermedades mentales, o adicciones de diverso tipo… Una larga lista de personas descartadas a la que podríamos seguir añadiendo otras tantas situaciones humanas que, porque alejamos de nuestro horizonte y ocultamos de nuestra vista nos justifican para vivir como si no existieran. Nos alejamos en el fondo, de toda pobreza, de toda debilidad, de todo lo que no encaja en el ideal de éxito que nos vende este mundo.

Hasta ese punto hemos perdido en este sistema la capacidad de amar que nos humaniza. Podemos justificar la indiferencia porque quienes podrían tocarnos el corazón con sus reclamos, simplemente no existen. Están -invisibilizados- fuera del horizonte de nuestros intereses y preocupaciones ((FT 73)

Dice el papa Francisco que somos analfabetos en acompañar, cuidar y sostener a los más frágiles y débiles de nuestras sociedades desarrolladas. Nos acostumbramos a ignorar situaciones hasta que nos golpean directamente. Ver a alguien sufriendo nos molesta porque no queremos perder mucho tiempo por culpa de los problemas ajenos, porque queremos construir nuestra sociedad de espaldas al dolor. (FT 64-65)

Jesús nos muestra la radicalmente distinta manera cristiana de situarnos en esos contextos y con esas personas:

- Nos mueve a acompasar el paso de nuestro ritmo vital para que podamos hacernos cercanos a quienes sufren, para que puedan llegar hasta donde podamos escuchar su grito, sentir su dolor.

- Nos pide ser hombres y mujeres compasivos, capaces de escuchar, de acoger, de promover, de integrar. Capaces de sanar desde la cercanía amorosa.

- Nos anima a provocar la recuperación, la reintegración a la vida, la comunión.

Es la misericordia lo que mueve a Jesús a saltar los muros legalistas que mantienen la indigna exclusión, y a buscar el puente desde el que tender lazos de fraternidad con quien sufre. Jesús se acerca al leproso, y no solo no se contamina, sino que el leproso cura.

Como Jesús, también nosotros podemos romper muros, saltarlos y tender puentes de encuentro y fraternidad, mediante nuestra disposición personal a amar, y mediante iniciativas capaces de rehacer la comunidad a partir de hombres y mujeres que hacen propia la fragilidad de los demás, que no dejan que se erija una sociedad de exclusión, sino que se hacen prójimos y levantan y rehabilitan al caído, para que el bien sea común. (FT 67) 

Al tocar al leproso, Jesús no solo le sana, sino que nos muestra que no es alguien castigado por Dios, sino una criatura amada por el Buen Dios Padre y Madre. Nosotros estamos también llamados a tocar la carne herida de Cristo en cada hermana o hermano a quien este mundo descarta. Sus heridas -las de Cristo, encarnado en el sufrimiento humano- nos salvan, y nos hacen también, a nosotros, sentirnos amados por el mismo Dios todo misericordioso. El dolor, tocado por la gracia de Dios se vuelve un hecho sacramental, que sana a quien lo sufre, y también a quien lo toca compasivamente. Salva a la comunidad cristiana.

El apóstol Pablo nos ha dejado, en la segunda lectura, tres normas para iluminar la vida de cualquier cristiano: la primera, hacerlo todo para gloria de Dios. Y ya nos dijo san Ireneo, que la gloria de Dios es que el hombre viva, es la vida digna de todos los seres humanos. La segunda, no ser ocasión de escándalo, ni de pecado, ni dentro ni fuera de la comunidad. Es decir, vivir siempre conforme al evangelio. La tercera, imitar en nuestra propia conducta el obrar de Jesús.

Nuestra vida madura y crece cuando nos abre a ser misión, a construir puentes y derruir muros con misericordia y compasión ante el sufrimiento humano, cuando nos pone en el seguimiento de las huellas de Jesús, para que todos puedan vivir con dignidad.

Este domingo celebramos la Campaña de Manos Unidas contra el Hambre. Pidamos al Señor que nos haga capaces de ver, de tocar el sufrimiento humano, de dejarnos conmover por él, de acercarnos a todos con su mismo amor compasivo, y de emprender caminos que posibiliten recuperar la dignidad humana, la sagrada dignidad de hijos e hijas de Dios, a tantas personas y pueblos a quienes este mundo se la arrebata cada día.

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