Homilía. Segundo domingo de cuaresma B

 Gen 22,1-2.9a.10-13.15-18. Sal 115, 10.15-19. Rom 8, 31b-34. Mc 9, 2-10.

Desde arriba todo se ve distinto. Cuando he podido escaparme del quehacer de cada día, de las obligaciones, de este aire contaminado de Madrid que me provoca rinitis y alergias, mi necesidad y el impulso primero ha sido salir hacia la cercana montaña: al aire libre, a la altura, al horizonte inmenso, más cerca del cielo y del sol. Y, sí; desde allí, pese al esfuerzo tras la subida, todo es distinto. Todo está bien. Te envuelve el silencio. La brisa es el sonido más fuerte que se percibe, unido al canto de los pájaros. Allí se descubre la inmensidad de todo lo que no abarcamos y se recompone la propia estatura en relación con todo lo creado. Allí uno se empequeñece, pero, a la vez, se agranda y se llena de la vida.

Allí es fácil sentir, escuchar, a Dios. Allí es fácil sentir su abrazo mezclado con el rumor del agua. Allí ninguna dificultad es insuperable, y todas encuentran recompensa. La distancia del peso de lo cotidiano parece hacer más cercana y vivible la presencia de Dios. Uno se pasaría todo el día en la montaña.

Y esa, precisamente, puede ser la trampa. Quedarnos en el Tabor, alejados de la vida cotidiana, alejados de la gente y del sufrimiento humano. Nuestra contemplación es real y atraviesa lo divino solo si somos capaces de hacerla en el ofrecimiento de nuestra vida cotidiana. Como a los discípulos, Jesús nos recuerda que la visión del Tabor -que necesitamos en el camino hacia la Pascua- adquiere sentido al bajar de nuevo al camino que conduce a Jerusalén, y que la Cruz es el único camino a la Resurrección. Jesús les muestra su gloria a los discípulos en el Tabor, porque necesitamos esa visión que sostenga y anime nuestro esfuerzo, nuestro camino a ras de vida. Necesitamos esperanzas que nos sigan animando a caminar pese a las desesperanzas de cada día. Es en la vida cotidiana, en la vida encarnada en la que hemos de transfigurar la presencia de Dios para llenar de sentido la existencia, y es en esa vida donde los momentos de transfiguración también adquieren sentido y son capaces de otorgar densidad a la vida.

Como a Abraham, también a nosotros nos puede pedir el Señor el sacrificio de nuestros propios hijos, de aquello que hemos cuidado con esmero en nuestra vida porque en ello nos veíamos reflejados, reconocidos: nuestros planes y proyectos, nuestros deseos, nuestros éxitos… y eso es posible cuando vivimos la misma confianza en Dios que vive Abraham, cuando sabemos que Dios siempre quiere, nos ofrece y hace posible la vida buena, si somos capaces de poner en él, solo en él, nuestra confianza. Dios le devuelve Isaac a Abraham, pero se lo devuelve a un Abraham transformado, que ha experimentado cómo puede fiarse de Dios, y cómo su proyecto y su vida solo pueden ser la que Dios le ofrece.

Nuestra vida está llena de esos momentos de renuncia, de conversión, de lento y doloroso caminar, en el que vamos aprendiendo también a experimentar y crecer en la confianza de Dios, en su amor, porque está llena también de esos anticipos de la meta; porque está llena de pequeñas esperanzas cumplidas que anticipan la gran esperanza final, y llenan de sentido nuestras oscuridades.

Si Dios está con nosotros, nos ha recordado el apóstol Pablo, ¿quién estará contra nosotros? Pero necesitamos palpar, de vez en cuando, esa cercana presencia de Dios que transfigura nuestra existencia en su amor.

Hemos de saber descubrir los momentos de transfiguración de la vida, los que tienen lugar en medio de las situaciones vitales por las que vamos pasando, de los acontecimientos históricos, los que iluminan nuestras experiencias de dolor. En el corazón de la vida misma, cargada de incertidumbre y de cruz, el discípulo ha de reconocer a Jesús, ha de reconocerse a sí mismo y ha de reconocer la historia con todo el esplendor de la resurrección, con toda su positividad. En medio de la vida cotidiana y sus conflictos, en la humanidad de Jesús, se hace patente toda la hondura del Hijo de Dios. Para seguir a Jesús y captar la buena nueva hay que bajar de la montaña y continuar el camino hacia Jerusalén.

Pero, ojo, la trampa de la realidad es el pesimismo, el desánimo y el desaliento. Si en el Tabor el riesgo es hacernos sordos al grito de la humanidad, el riesgo de lo cotidiano es hacer inaudible la Palabra de Dios encarnada. Es la tentación de los resultados fáciles e inmediatos, sin querer asumir la Cruz.

Nuestro reto es unir ambas dimensiones de nuestra existencia, Tabor y Jerusalén. Eso es posible cuando hacemos de nuestra vida un camino de fraternidad samaritana, y de encuentro con la vida, con las personas. Eso es lo que nos evita los mentirosos aislamientos complacientes y nos sitúa en la verdad de nuestra propia humanidad. Como nos recuerda Francisco: Fraternidad quiere decir mano tendida, fraternidad quiere decir respeto. Fraternidad quiere decir escuchar con el corazón abierto. Fraternidad quiere decir firmeza en las propias convicciones. Porque no hay verdadera fraternidad si se negocian las propias convicciones. 

La invitación del Tabor es la misma de la vida: escuchar, escuchar a Dios en los hermanos y hermanas. Reconocer a Dios en la humanidad de nuestra existencia. Y seguir experimentando en esa escucha, en ese encuentro, el amor entrañable, desmesurado de Dios por nosotros, que nos sigue invitando a escuchar a su Hijo. Escuchémosle. Su voz nos guía, su Palabra nos llena de vida.


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