Homilía 3º domingo de Cuaresma - B

Ex 20, 1-17. 
Sal 18, 8-11. 
1Cor 1, 22-25. 
Jn 2, 13-25.

El sistema del Templo judío era un sistema que se había hecho excesivamente complicado para llegar a Dios. Un sistema que impedía la relación con Dios, que alejaba más de lo que acercaba. Jesús se manifiesta inmisericorde con él por esa razón y porque es un sistema que somete injustamente. Un sistema que no permite la relación entre Dios y la criatura -toda criatura sin excepción- no puede ser el del Dios Padre-Madre, el del Dios del Amor y la Misericordia, porque expulsa de esa posibilidad de relación con Dios a los más vulnerables. Porque termina por sustituir a Dios por ídolos. Porque termina por hacer de la religión un mercado, con sus mismos valores y criterios. El que no es competitivo, sale del mercado. Quien no tiene, no es. Y quien no es, no puede entablar relación con Dios.

El primer mandato del decálogo ha sido transgredido. El pueblo de Israel ha terminado adorando ídolos; ha sustituido a Dios por ídolos que exigen sacrificios.

Hoy nosotros vivimos inmersos en una cultura idolátrica, también. Una cultura que ha convertido el dinero en ídolo, al que se sacrifica la vida digna de tantas personas y familias. Esta cultura unifica al mundo, es lo que hemos llamado globalización, pero divide a las personas y a las naciones, porque «la sociedad cada vez más globalizada nos hace más cercanos, pero no más hermanos». Estamos más solos que nunca en este mundo masificado que hace prevalecer los intereses individuales y debilita la dimensión comunitaria de la existencia. Hay más bien mercados, donde las personas cumplen roles de consumidores o de espectadores. El avance de este globalismo favorece normalmente la identidad de los más fuertes que se protegen a sí mismos, pero procura licuar las identidades de las regiones más débiles y pobres, haciéndolas más vulnerables y dependientes. (FT 12)

Jesús se indigna ante ese sistema. Porque él nos enseña otro modo de relación con Dios. Nos ha dejado otro templo: el de su cuerpo roto en la cruz y resucitado por el amor. Es el signo de los templos de los cuerpos de tantos hermanos y hermanas nuestros, rotos en las cruces en las que les ha colgado un sistema que mata, un sistema de injusticia, que deshumaniza la vida. Pero, a la vez, un sistema que se resquebraja en signos de resurrección, a través de la solidaridad, de los puentes tendidos que reconstruyen los lazos de fraternidad humana.

El sistema que Jesús nos muestra es el sistema que pone en el centro a “los perdedores”, a los débiles, a los pequeños. La Iglesia de Jesús es la iglesia del Dios de Jesús que ama con predilección a los pequeños. Que se desgasta para que otros puedan vivir. Que manifiesta en todo gesto la ternura y la misericordia entrañable de Dios. Que sufre si los pobres sufren, y que genera con ellos comunión de vida, de bienes, de acción. 

Frente al sistema inmisericorde que destierra la compasión y cierra los ojos y los oídos -el corazón- al sufrimiento injusto del inocente, la Iglesia ha de vivir la mística samaritana y compasiva de los ojos abiertos: de la atención, de la compasión, del compromiso, de la fraternidad. La Iglesia ha de ser la casa materna de toda la familia humana. 

La vida fraterna es la piedra de toque, la verificación, de nuestra escucha de la Palabra de Dios, y de nuestra respuesta a su amor. Una Palabra que se ha encarnado en nuestra historia humana, con el rostro de Jesús de Nazaret, el Crucificado resucitado.

Para poder acoger esa Palabra como Palabra de Vida hemos de entrar en la misma lógica de Dios, hemos de entrar en la lógica de la Cruz, nuestra sabiduría. En esa lógica que nos dice que la vida se hace plena a medida que la entregamos por amor para hacer posible la vida de nuestras hermanas y hermanos. La lógica que nos dice que en esa manera de vivir podemos entrar en relación directa con Dios, porque entonces somos templo, porque podemos reconocer al mismo Cristo en cada hermano, y podemos adorar solo a este Dios, y no a los ídolos, en la medida en que hacemos posible el reconocimiento de la sagrada dignidad de cada persona.

Hay una característica esencial del ser humano, tantas veces olvidada: hemos sido hechos para la plenitud que sólo se alcanza en el amor. No es una opción posible vivir indiferentes ante el dolor, no podemos dejar que nadie quede “a un costado de la vida”. Esto nos debe indignar, hasta hacernos bajar de nuestra serenidad para alterarnos por el sufrimiento humano. Eso es dignidad. (FT 68)

El hecho de creer en Dios y de adorarlo no garantiza vivir como a Dios le agrada. Una persona de fe puede no ser fiel a todo lo que esa misma fe le reclama, y sin embargo puede sentirse cerca de Dios y creerse con más dignidad que los demás. Pero hay maneras de vivir la fe que facilitan la apertura del corazón a los hermanos, y esa será la garantía de una auténtica apertura a Dios. (FT 74)

Busquemos a otros y hagámonos cargo de la realidad que nos corresponde sin miedo al dolor o a la impotencia, porque allí está todo lo bueno que Dios ha sembrado en el corazón del ser humano. (FT 78)

No hay otro signo más elocuente para nosotros que la Cruz, la entrega suprema por amor del mismo Dios. Esa entrega que Cristo realiza cada vez en la Eucaristía, que se sigue realizando por nosotros y por todos para que, haciendo de nuestra vida una vida partida y compartida, entregada por amor, podamos ser también templos del Espíritu, y cauces del amor divino.


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