Homilía 2º domingo de Pascua

 Todos hemos experimentado el miedo en nuestra vida, en algún momento. El miedo nos encierra, nos paraliza, transforma todas las situaciones en excusas, en dificultades. Nos impide ver más allá de nosotros mismos. Nos distancia de los demás. Nos recluye en el fracaso y la tristeza, en la pérdida. Nuestros miedos son poderosos.

Es el amor, solo el amor, el que echa fuera el temor. “Paz a vosotros” es el saludo del Resucitado que llena de alegría a los discípulos y permite reconocer al Señor vivo en medio de ellos, echando fuera el temor.
“Paz a vosotros” es el saludo repetido que nos llega hoy también del Señor que se hace presente en medio de nuestras vidas: en medio de nuestros miedos y nuestras debilidades, de nuestros fracasos y nuestras pérdidas… para echarlas fuera, para hacer que dejen de tener poder sobre nosotros.

Para los discípulos la experiencia de la Cruz fue devastadora, tanto como para recluirse temerosos y abandonar todo proyecto soñado con Jesús de Nazaret. Algo que solo el encuentro con el Resucitado, desde la acogida del Espíritu, podrá superar. 

Nuestro tiempo también está plagado de rupturas, heridas, decepciones, fracasos. También necesitamos escuchar de labios del Señor ese “paz a vosotros” que nos permite reconocerle, recomponer nuestra existencia, asumir lo vivido y transformarlo en experiencia de entrega esperanzada, que posibilita que germine un mañana distinto, nuevo.

Vivimos experiencias que son reparadoras, resucitadas, resucitadoras. Pero solo seremos capaces de reconocerlas y acogerlas si vivimos desde el encuentro con el Resucitado, desde el reconocimiento de los signos de su presencia entre nosotros.

Pero es en comunidad, como le sucede a Tomás, que podemos estar en actitud de recibir renovadamente el don de la Pascua. Cuando estamos fuera, cuando andamos solos y perdidos, como ovejas sin pastor, nos perdemos la experiencia de la nueva vida que Cristo nos da. Es la comunidad la que hace posible la experiencia de la resurrección en nuestra vida. Una comunidad en la que vayamos actualizando la misma experiencia de la comunidad apostólica: un solo corazón y una sola alma, en la que nadie llama suyo propio a lo que tiene, donde se vive la comunión de bienes, de vida y acción. Una comunidad en la que tener en cuenta las necesidades humanas de cada persona. Una comunidad capaz de dar testimonio con la propia vida de la resurrección del Señor.

El Señor posibilita que renazca en nosotros la capacidad esperanzada de reconocer sus signos, de sentirnos reconciliados y de acoger nuevamente la tarea: “como el Padre me ha enviado, así os envío yo”. El encuentro con el Resucitado nos permite además reconocer que somos una misión, que nuestra vida es misión.

Como Tomás también nosotros podemos desembarazarnos de nuestros miedos y decepciones, de nuestros deseos de palpar las llagas que en nuestra imaginación esperamos encontrar, para que en el encuentro vital con el Resucitado nos abramos a la comunión y la misión, a tocar otras llagas en las que reconocer al Crucificado Resucitado, las llagas reales de la humanidad herida en las que podemos reconocer al crucificado resucitado, viviendo en el amor del servicio que se realiza en comunidad.

Es en el abrazo de la comunidad, en el que aprendemos a descubrir el amor de Dios, el que nos permite reconocer la presencia del resucitado en las llagas de la humanidad herida que tocamos. La presencia del resucitado que podemos reconocer acompañando nuestras vidas.

Mi proyecto de vida, posiblemente, tiene aún muchos miedos que me atenazan y encierran, de los que puedo desembarazarme. ¿Qué ámbitos de mi existencia han de transformarse aún en lugares de encuentro con el Resucitado? ¿Qué pasos puedo ir dando para que eso se convierta de deseo en tarea?

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