Homilía 3 Pascua B

Cada relato de las apariciones que proclamamos en este tiempo Pascual es la constatación de una circunstancia concreta que impide reconocer al Señor en los discípulos, y de las condiciones que requiere nuestro encuentro vital con el Resucitado para ser capaces de reconocerlo. 

Es una invitación a ese encuentro en nuestra vida. El relato de Tomás ponía el acento en la necesidad de la comunidad, de la Iglesia, para el acceso al resucitado. Nuestro encuentro con el Resucitado, siempre personal, nunca lo hacemos al margen de la comunidad eclesial. 

Este texto hoy nos pone ante la dimensión vital de la comensalidad. Conocemos al Resucitado porque en nuestro encuentro con él se rehacen los mismos gestos con los que el divino Obrero de Nazaret ha acompañado nuestro seguimiento. Y porque es él quien nos convoca a la Mesa de la Eucaristía. 

Y en todos en definitiva hay una misma insistencia: el Crucificado es el Resucitado: es el que porta las llagas de los clavos en la cruz, el que cumple todo lo que la Escritura dijo de él, incluida la cruz; y el que antes de esa cruz, nos sentó a su misma mesa. 

Cuando ya las llagas no bastan para reconocer esa identidad, es la comensalidad la que nos permite reconocerle: lo reconocieron al partir el pan los de Emaús, comió delante de ellos en este relato… y se les abrió el entendimiento. 

La Eucaristía es la presencia más real de Jesucristo en nuestra vida; la que permite reconocerle y vincular al Resucitado con el Crucificado, en la realización continuada de la única Eucaristía, de la única entrega por amor. 

La Eucaristía nos impulsa a una vida eucarística, resucitada, fraterna, alimentados por la Palabra y por el Cuerpo y Sangre de Jesús. La Eucaristía rehace nuestra condición fraterna y nos sustenta como pueblo de Dios en la tarea de prolongar la fraternidad en lo cotidiano, para que todos encuentren un sitio en la Mesa del pan partido y compartido en que está llamado a transformarse este mundo, casa común, habitada de Dios. 

El mensaje no consiste solo en afirmar que Jesús es el Viviente, que ha vencido a la muerte. Además de eso, los relatos de las apariciones dejan muy claro que Jesús Resucitado es el mismo Crucificado. Por eso, precisamente, después de la Resurrección es cuando aparece y se muestra más humano que nunca. Esto explica que Jesús es reconocido al partir el pan, y su presencia quita todos los miedos y dudas, dando paz y alegría; se deja ver, tocar, palpar; come ante todos, se muestra a las mujeres antes que a nadie, les explica las Escrituras, condesciende con las exigencias de un incrédulo como Tomás, y hasta le pregunta a Pedro tres veces si es cierto que le quiere más que nadie. 

Sentarnos a la mesa fraterna de la Eucaristía a la que el resucitado invita nos hace conscientes de la dimensión comunitaria como algo central en el seguimiento del Señor. Se descubre al Resucitado cuando le buscamos junto a otros y otras hermanas, cuando vamos haciendo camino de seguimiento juntos hacia el sueño de la fraternidad.


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