Homilía 4º domingo de Pascua

 Muchas voces siguen resonando en nuestro mundo, en un sinfónico desconcierto, que ofrecen, prometen, aseguran, reivindican, demonizan, en una algarabía demasiado ruidosa para generar vida. Voces y prácticas que atienden a la propia seguridad, al propio interés particular, al exclusivo beneficio personal; que, pese a sus reclamos de confianza, hacen difícil confiar la vida en manos de quienes se desgañitan de esa manera. Mucho “asalariado” aprovechado, de los que habla Jesús en el evangelio, que abandona, que no le importan las ovejas, que huye, que entrega a la muerte.

Los cristianos debemos hacer oídos sordos a esas voces. Incluso señalarlas como inaudibles. Los cristianos solo seguimos a Jesús. No tenemos otro Señor, no escuchamos otra voz que nos marque el sentido profundo de nuestra existencia. Ninguna otra voz, ninguna otra propuesta vital que no sea la de Jesús, muerto y resucitado, y que vamos acogiendo en el seguimiento que, como Iglesia en pos del Reino, intentamos hacer cada día en medio del mundo, anticipando la fraternidad.

Lo hemos experimentado en esta Pascua: Jesús es el Buen Pastor en quien Dios se nos entrega, que da la vida para que tengamos vida.

La escucha del Señor que nos permite seguirle se fragua en la intimidad habitual del encuentro con él. Reconocer su voz supone que la hemos escuchado en bastantes momentos de nuestra vida, incluso en aquellos en que solo parecía haber silencio.

En el seguimiento experimentamos que el Señor nos precede y acompaña, nos acoge y escucha, nos cuida y levanta; experimentamos su amor gratuito y sin fin. Y en el seguimiento nos sentimos convocados a vivir su misma existencia de pastores, cuidando de toda la creación, de nuestras hermanas y hermanos, del mismo modo que Jesús: dispuestos a entregar nuestra vida para que otros puedan vivir. Expuestos a la intemperie del dejarnos conocer y conocer nosotros a los demás. Dispuestos a salir al encuentro de las distintas, las perdidas, las que andan desorientadas por la vida en este mundo. 

Nuestro mundo individualista deja a cada cual abandonado a su suerte. Especialmente sufren este abandono los empobrecidos. ¿Quién se preocupa de sus vidas? ¿A quién le importan? ¿Quién está dispuesto a empeñar la propia vida por ellos? ¿En quién podrán confiar? Solo en Dios. Solo en Jesucristo. Solo en la fuerza de su Espíritu. Solo en una comunidad de hombres y mujeres que, porque escuchan la voz del Buen Pastor, hacen de su existencia una vida entregada, acompañando su historia en lo cotidiano, sin que nada humano le sea ajeno. Dispuestos a entregar nuestra vida por amor, para hacer posible la vida digna de hijos e hijas, hermanos y hermanas, a que somos convocados por el único Pastor.


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